Por Julieta Lomelí / @julietabalver
La dictadura de la felicidad
Moramos el siglo de la dictadura de la felicidad, en la cual todos, todas y todes, debemos ser –públicamente— felices. Porque la vida es corta y “YOLO” (You Only Live Once, para quienes no lo sepa). Estamos sumergidos en el totalitarismo del optimismo, pero de un optimismo privado, uno que predica las mieles del bienestar individual, las bonanzas del egoísmo, la primacía de eso que construye, y a la vez destruye, la sociedad contemporánea: el individuo atomizado en sí mismo, encerrado en sus propias necesidades y en la satisfacción inmediata de ellas, sobre todo lo demás, e indiferente a cualquier demanda ajena. La dictadura de la felicidad cohesiona a los individuos a un fin común, al del consumismo inagotable, uno que va más allá de volverlos meros compradores de objetos.
La dictadura de la felicidad consigna a los individuos a evadir su sufrimiento y vacío con el consumo de novedades; estas pueden ser de cualquier tipo, desde nuevos productos hasta el consumo de nuevas experiencias y personas. La dictadura de la felicidad es la lógica de la ganancia individualista. En la época del rendimiento el otro se vuelve genérico, el rostro del “uses often”, del “standing reserve”, un stock más entre cientos de rostros que podrían cumplir el mismo papel: atender nuestras necesidades, volverse una supervivencia agradable, una compañía serena. El compromiso no es admisible, porque siempre implica un sutil dolor, un encuentro divergente que sacrifica rutinas propias: el terrorismo del yo cínico.
La dictadura de la felicidad está sustentada por infinitas páginas de superación personal que abogan por el placer personal y el éxito inmediato sin sacrificios, al mismo tiempo que se edifica en el bombardeo de mensajes masivos, imágenes, y en realidad en toda una cultura obsesionada por la felicidad individual y una pseudopsicología de la propia afirmación vital. Esta obsesión por un tipo de “onanismo existencial” también está fundado en el mito del éxito profesional y del desarrollo individual, se crean modelos de éxito y las relaciones interpersonales también se dirigen hacia allá. El otro se vuelve solo un stock para ayudarme a llegar, o a la cima, o al placer, un medio desechable, no más que eso, una cuenta transferible de contactos.
Pero aunque la dictadura de la felicidad —esa “utopía” que nos encierra en nosotros mismos— parezca extender sus tentáculos hasta el último resabio de empatía, eso no significa que no exista dentro de ella la metástasis de la distopía. La felicidad que se busca en lo inmediato y novedoso culmina también de manera abrupta y rápida, volviéndonos más bien seres solitarios, con metas indefinidas, que ante la constante de experimentar y consumir novedades, nos torna proclives a la incertidumbre.
Es por ello que esta dictadura de la felicidad va de la mano del autoengaño y de la autopublicidad, haciendo de las redes sociales una gran herramienta para la presunción megalómana del éxito individual, de los logros y satisfacciones propias, por lo tanto, de una supuesta felicidad, que tan solo se debe, ficticiamente, a uno mismo.
Optimistas irredentos
La dictadura de la felicidad está ambientada por la actitud común del optimismo, de uno muy particular que se acercaría más bien a un acto de fe, a una creencia irracional de que siempre todo irá bien, a pesar de que los antecedentes del pasado y las circunstancias del presente anuncien lo contrario. Es imposible contradecir a un optimista ingenuo, porque su idea de que vienen tiempos mejores, así sin más, está fundada en un movimiento cuasi religioso que se ha ido anidando en esta dictadura de la felicidad, no solo por la inacabable bibliografía de superación personal que ha acogido a sus devotos, sino también por ese terror individual que se tiene a afrontar lo que nos causa extrañeza, ya sea el sufrimiento o el sufrimiento del prójimo.
Byung Chul Han explora esta exigencia de “positividad” individual que se espera y también esperamos de los demás en todo momento. Una exigencia que nos vuelve impermeables y egoístas al sufrimiento ajeno y que, al mismo tiempo, también nos hace negar la posibilidad de sufrimiento propio.
En ese afán de ser a ojos de los demás, y de nosotros mismos, un ejemplo de éxito, navegamos por la vida con la máscara de un optimismo irracional: nos convertimos en la encarnación del desarrollo personal, en el hombre o mujer supereficiente de eterna juventud y belleza, en el individuo supersatisfecho con sus propios logros que jamás sufre ni se detiene por ninguna “negatividad”.
La vida en la dictadura de la felicidad es una metáfora de una existencia sin negatividades ni dramas, sin tragedias o asperezas, en la cual los días transcurren de manera extremadamente positiva y fructífera.
La cotidianidad del individuo superfeliz y superrendidor se expresa también en términos de autoexplotación, en todos los sentidos. La exigencia de positividad obliga al individuo contemporáneo a ser un esclavo —ya no del capitalismo o de un capataz ambicioso—, sino de sí mismo, volviéndose un ser que se autodesgasta y se autoexprime para insertarse en la dinámica del rendimiento, del prestigio y la aceptación ajena.
El individuo de la dictadura de la felicidad niega o anula de su vida cualquier contrariedad que pueda desacelerar su producción laboral, su desarrollo y perfeccionamiento individual. No hay tiempo para sufrir, porque el sufrimiento lo vuelve improductivo y débil. Tampoco le permite el paso a sentimientos arrebatados o pasiones que no entren dentro de su lógica egoísta y calculadora del tiempo dedicado a su propia autoexplotación.
Si no hay tiempo para convivir con los demás, mucho menos para amar o para deprimirse por un desamor. El optimista irredento y contemporáneo finge que todo está bien frente a una realidad solitaria y egoísta que se desmorona. Es inmutable primeramente al pesimismo, porque lo considera una concepción que le hace perder tiempo para seguir produciendo y produciéndose a sí mismo. Aunque también, el optimista, y aunque se lea paradójico, es impermeable a la esperanza. ¿Cómo es esto? Para Terry Eagleton la esperanza “está basada en razones, debe ser falible, mientras que la alegría temperamental no lo es”.
La alegría temperamental es la alegría del optimista del ingenuo, mientras que la esperanza juzga con base en pruebas y ensayos del pasado, pondera logros y fracasos compartidos. La esperanza es un sentimiento que no solo se atiene a las condiciones propias, sino que siempre es una esperanza puesta en algo más que nosotros mismos, es un estado de ánimo que nos hace relacionarnos con lo otro y con los otros.
Deducimos, entonces, que en esta historia ¿la esperanza podría tener cabida en una época invadida por la dictadura de la felicidad y el optimismo egoísta? ¿Acaso de verdad viene un futuro mejor?