Tierra sobre tierra. Durante 25 años, don Germán ha volcado las paladas de arena sobre los cuerpos que llegan a descansar eternamente en el Panteón de La Piedad.
Entre las tumbas, empujando su carretilla, lleva y trae dos palas y una cubeta con las que hace su trabajo. Es un hombre de pocas palabras, mirada dura y manos polvorientas. Ya no le sorprende nada, en un cuarto de siglo ha enterrado lo mismo a niños pequeños que a ancianos que ya veían el último trámite muy cerca.
Llegó a esto por casualidad. En aquel tiempo se había quedado sin empleo y esto lo agarró «como de pasada», mientras encontraba algo mejor. Pero a fuerza de tiempo, la espera se le hizo vocación, y aquí piensa terminar sus días útiles.
De vez en cuando se levanta el sombrero, saca un pañuelo de su bolso trasero y se limpia el sudor, el calor cae sin clemencia poco después del mediodía.
«No nomás se trata de enterrar gente, también hay que mantener los caminos limpios entre las tumbas, y eso nos lleva la mayor parte del día», dice mientras recoge un puñado de hierba seca al pie de una lápida. De algunos difuntos es capaz de recordar el día de su enterramiento, de algunos otros, no.
«Yo creo que es igual que en la vida, a unos les hacen fiesta y hasta les echan confeti, a otros apenas si les rezan un padrenuestro y jamás se vuelven a acordar de ellos».
El Día de Muertos y el 10 de mayo son las dos grandes fechas del año para su labor, más la primera. «Hasta parecen hormigas» apunta, «lo malo viene después, cuando hay que deshacerse de toda la basura que dejan». Igual llegan con mariachis que con tríos norteños o hasta pequeños equipos de sonido; remueven el tiempo atorado entre las tumbas y después se van.
«Pero eso es más allá al fondo, donde hay muertos más recientes. En la entrada hay unas criptas bien grandes y lujosas que tienen años sin ser visitadas por nadie».
En alguna ocasión le tocó enterarse del deceso de un conocido que iba a ser enterrado allí, pero decidió no hacer ese trabajo y dejárselo a otros de sus compañeros. «Ya al otro día, cuando pasó todo, me arrimé a su tumba y me despedí de él. Por ahí anda, de vez en cuando le doy su vuelta y le limpio si en necesario». No deja claro su parentezco con esa persona, pero la añoranza de su voz hace pensar que fue alguien muy estimado por él.
Aunque su trabajo es en su mayoría diurno, en ocasiones ya le ha tocado estar en el momento en que cae la noche. «Es cosa de escuchar. Silencio es en el día y silencio es en la noche. Ya quien se quiera imaginar cosas pues seguro las traerá en la conciencia. Quién sabe, la verdad».
Recoge de nuevo su pala y sus cubetas, y con una mirada que es más de fastidio y despedida inicia una caminata firme hacia las tumbas del fondo del panteón. Ni cómo culparlo, casi una vida de estar al servicio de los muertos deja hastiado de los vivos a cualquiera.