Por Carmen Aranda
Nunca creí que me sentiría tan avergonzada de contar esta historia, probablemente porque siempre he presumido de ser una persona demasiado puntal y jamás pensé que algún día terminaría casi durmiendo en la calle por llegar tarde.
A los que no han leído mis columnas anteriores, no sabrán que en el otoño del año pasado visité Austria y que como en todos mis viajes me quedé con más ganas de regresar a tomar café y comer pastel a cualquier hora del día sin pretexto alguno. Este viaje, como es costumbre, me dejó muy marcada, pero en esta ocasión fue muy distinta. Hubo un momento en el viaje donde me sentí regañada, apenada y hasta creí sentirme como avestruz, con la cabeza hundida en la tierra.
Mi itinerario para este viaje era muy rápido, tenía muy poco tiempo para visitar lo que yo moría por ver y tenía casi las horas contadas. Primero llegué a Viena, la ciudad de la música. ¡Qué hermosa ciudad! Quería verlo (y comerlo) todo. Pude ver la exhibición de Gustav Klimt en el Belvedere y casi llego a ver el penacho de Moctezuma. Digo casi porque ese día estaba cerrado el museo en donde está exhibido, al otro día ya tenía reservación para conocer el Palacio de Schönbrunn y al tercer día partía a mi segunda etapa del viaje. ¡Qué penacho no verlo!
Era mi segunda etapa del viaje y todo marchaba de maravilla. Hice una parada para ver un castillo. Siempre había querido ver un castillo y aunque este era pequeño y no tan famoso ni turístico, estaba de paso hacía mi siguiente destino: la abadía de Melk.
Terminando de conocer la famosa abadía, que por cierto me tomó casi 2 horas, salí muerta de hambre, como de costumbre. Empezaba a atardecer y aun tenía que recorrer 200 km para llegar a mi destino final de ese día. El destino al que había soñado ir desde hace muchos años que se estaba cumpliendo con escalas en castillos sin príncipes y abadías restauradas. Pero antes de seguir ¿a quién no la caería mal un buen plato de schnitzelcon papas, una copa de vino caliente especiado seguido de una rebanada de pastel de chocolate? A mí, no. Me senté y disfrute mi cena. Afuera comenzaba a bajar la temperatura y en cuestión de minutos el sol había desaparecido. El pueblito encantado decorado con flores a la orilla de la calle de piedra comenzaba a apagarse. La gente cerraba sus tiendas de souvenirs y los turistas desaparecieron tan rápido que pensé que por primera vez en mi vida estaba comiendo despacio. Sin preocupación, desde la ventana del restaurante, veía cómo pasaba de ser un día apresurado a una noche fría y sin gente. Tenía que apurarme.
Me subí al coche de renta. Con las manos un poco congeladas logré poner la dirección del Bed & Breakfasten el GPS de dónde me hospedaría. Con suerte llegaría a Hallstatt en menos de dos horas… si no me perdía. A la mitad del camino recordé que necesitaba sacar la reservación impresa de mi estadía y justo recordé que el check-in decía de 15:00 – 19:00. Yo llegaría a las 21:00. Había reservado en una de esas aplicaciones que no tienen tantas restricciones, que puedes cancelar y no te cobran y que no tiene las reglas que tienen en un hotel. ¿Qué podría pasar?
Iba pensando en la publicación de mi cuarto, de quiénes lo rentaban y que tenía una maravillosa calificación de 4.5 estrellas. Pensé que sería agradable platicar con los dueños de la casa, escuchar sus historias de huéspedes de todas partes del mundo, acariciar a su gato y sentirme como en casa.
Llegué a la casa que estaba ubicada a 10 minutos de Hallstatt. Era una clásica casa europea y baje a tocar el timbre del número en la dirección. Me abrió un señor demasiado alto. El cliché de los europeos. Alto, rubio y con look de montañista. Como buena mexicana lo saludé con una sonrisa de oreja a oreja diciendo «Hola, buenas noches», pero él no compartió mi emoción. Antes que pudiera decirle que tenía una reservación, me gritó y me dijo que estaba tocando en el timbre equivocado. Era la puerta siguiente. Con toda la pena del mundo le ofrecí disculpas, al parecer todos duermen muy temprano en los pueblitos europeos. Eran las 9 de la noche y yo tenía la energía de las 6 de la mañana.
Caminé unos pocos metros a la otra puerta. Era como un duplex. Volví a tocar el timbre y me volvió a abrir el mismo señor. Por un momento pensé mi falla al reconocer caras nuevas me estaba jugando una broma muy pesada. Aquí el señor sonrió y me dijo «Pasa, este es el timbre correcto.» Entré a la casa y toda la madera rechinó, estaba parada entre las escaleras, una puerta de cristal que daba hacía la casa del timbre equivocado y él, el hombre más alto del mundo.
Me dio la bienvenida, me enseñó mi cuarto, me recordó que el desayuno estaba incluido y era a partir de las 7 am. Le agradecí y dormí como angelito hasta la mañana siguiente.
8 am: entré a un cuarto converitido en minirestaurante. Recordé que alguna vez esa fue la casa de alguien y que probablemente habían adapatado los espacios para convertirse en Bed & Breakfast para que los huéspedes pudieran sentarse a desayunar con la vista más hermosa que haya visto en mi vida. Me senté en una mesa que parecía gigante para mi sola, pensé en alguna otra familia con hijos, pero solo había 3 cuartos en total y los 2 únicos señores que también desayunaban apartados uno del otro, no parecía importarles que yo me sentara ahí. Así que lo hice.
No paso ni un minuto y apareció el señor alto. Muy amablemente me preguntó si quería café. Claro que quería café. Lo pude oler hasta mi cuarto desde las 6 de la mañana. Regresó con una prensa francesa y me preguntó que si sabía utilizarla. Me sentí insultada. Uno de los señores que también desayunaba se levantó y desapareció. Mientras apareció una señora con cara angelical y con una charola llena de quesos, carnes frías, pan, mantequilla y mermeladas. Una tortura para mi estomago.
Desayuné y pensé que el paraíso no estaría nada lejos de ahí. Todavía con un pan tostado con nutella en la mano, el señor alto, que ahora entendía era el dueño del lugar, se paró frente a mi mesa, con tal puntería que bloqueaba la vista de la montaña recién nevada. Comenzó a hacerme preguntas, normales yo pensaba. Mi nombre, edad, ocupación. Próximo destino «¿Nacionalidad? Mexicana. ¡Ah, mexicana!» Hubo un silencio demasiado incómodo y sin dudarlo me dijo: «Si sigues haciendo lo que hiciste anoche, te quedarás en la calle» ¿Qué? ¿Acariciar a su gato? ¿Sonreír? ¿Qué hice?
Por mi cara, pienso que se dio cuenta que yo no tenía idea de lo que el hablaba. El ya sabía que pasaría el día en Hallstatt y de ahí continuaría para Salzburgo. Fue muy claro en decirme que si volvía a llegar tan tarde como la noche anterior y sin previo aviso, probablemente no me abrirían la puerta. «No les importará dejarte en la calle, yo fui amable contigo» me dijo en un tono demasiado molesto. No sabía si recordarle a su mamá por tan payaso o si llorar por la mía.
Después su esposa llegó y me sentí peor que en la secundaría cuando mis papás me cacharon que me fui de pinta. Me dieron, según ellos, tipspara seguir viajando en Austria para no cometer el mismo error. Si la hora de check-in dice ciertas horas, son esas horas y no más y no menos. Me hicieron saber que una llamada era suficiente, en cualquier lado me pudieron haber prestado el teléfono para avisar de mi llegada tardía. Traté de salirme con la mía y echarle la culpa al GPS pero solo escuché a cambio «No me importan tus pretextos». Así, fríamente.
Por suerte no los volvería a ver. Les di las gracias y volví a ofrecer disculpas que fueron bien recibidas, no sin antes decirme que es normal que los mexicanos siempre llegamos tarde. ¡Ay madre mía, qué vergüenza!
Para el susto me comí otro pan. Esta vez con mermelada y mantequilla. Tomé un vaso para llevar y lo llené de café. Antes de salir de la sala-comedor-restaurante tomé un plátano y volví a acariciar a su gato endemoniado. Me rasguñó y me dio un beso al mismo tiempo. Ahí fue dónde me di cuenta que sus dueños eran como él, atacaban pero con ternura. Tenía que huir, como avestruz llena de vergüenza.