Por Marco Antonio Martínez
En el óleo de Rafael Rodríguez El Rosario de Amozoc, se dejan ver algunos de los personajes de la época como los que bailan y animan la reunión, el amorío entre una pareja, un par de compadres que brindan con pulque, la reunión de las mujeres que miran a otras y que decir de los que tocan los instrumentos para el mitote, además la pareja y las tres mujeres arrodilladas en sus respectivos petates. La mayoría de las féminas escotadas con reboso y falda con encaje, aún más su blusa, todos estos elementos que ya van perfilando el traje que en futuro hará famosa la poblana de las esferas populares llamadas “chinas” en la época del México independiente.
Por eso hoy comento una leyenda de la comunidad de Amozoc de Mota, cerca de la ciudad de Puebla, que narra sobre las consecuencias trágicas ocurridas durante el periodo virreinal en ese poblado, provocado por las diferencias de grupos de artesanos rivales, por eso la famosa frase muy utilizada cuando algo acaba o va a acabar mal: Esto termina o va a terminar como el Rosario de Amozoc”.
En Parroquia de Santa María de la Asunción en Amozoc, es el lugar donde se ubica esta leyenda durante la época del Virreinato, el gremio de forjadores tuvo algunas diferencias muy propias de esas corporaciones, a causa de las cuales formaron dos bandos igualmente fuertes que se disputaban la celebración de la fiesta anual a la Virgen del Rosario, en que como es natural nadie quería ser desairado y la competencia de los contendientes, hasta el punto de que en la función religiosa se hacía derroche de ostentación y riqueza, sobre todo durante la procesión y en la noche se quemaban fuegos artificiales en el atrio de la Parroquia.
Hasta aquí las cosas parecían ser benéficas, pues los componentes y mayordomos de los bandos se esforzaban en quedar mejor que los contrarios; pero la envidia comenzaba a interponerse y la división de los bandos con el tiempo se fue ahondando, no faltando las disputas, lo que inquietaba a las autoridades que se mostraban desconfiadas, pues era de temerse que tal estado de cosas culminara en algo más serio; a esto agréguense que uno de los bandos tenía como líder a una mujer a quien apodaban la “Culata”, lo cierto es que esta mari-macho tenía a un amante de no recomendable aspecto ni antecedentes, a quien la autoridad venía señalando por sus peleas y enredos, la autoridad eclesiástica dispuso, en obvio de diferencias y alborotos que los dos grupos celebraran la festividad alternativamente; unos en los años que tuvieran cifra par, y los otros cuando fuera impar.
Con tan atinada medida se creyó que se daría por terminada esta disputa, más por causa de uno de tantos alborotos de la inquietante política militante de otros tiempos; la celebración de las festividades se interrumpió en el orden acordado y cuando la calma y la normalidad volvieron a aquel terruño, tocó el turno, en la celebración de la solemnidad a los del año par; lo que puso en descontento a los del bando opuesto que alegaron que a ellos correspondía la celebración y que por causas de los trastornos políticos se les privaba de esa festividad pero; sometido el punto a riguroso arbitraje, se resolvió que no deba interrumpirse el orden en que la Autoridad Eclesiástica y Civil habían establecido y los celebrantes del año impar humillados y furiosos por tal decisión se retiraron, no sin jurar que tomarían desquite. Como ya se supondrá, el caudillo de los descontentos era nada menos que la Culata ciertamente en el fondo de estas cuestiones y acaloradas disputas había el provecho de algunos pesos que se quedaban entre los organizadores, más que el deseo de dar lustre a la fiesta. Así las cosas llegaron a los días del novenario que antecede a la festividad. Los organizadores en esa ocasión extremaron los preparativos y aquel año recaudaron fondos hasta de la cercana Puebla.
Los dividendos entre los organizadores prometían ser abundantes: se contrató una buena orquesta, se invitaron a los faroleros de la Catedral de Puebla, y a distinguidas personalidades. El día de la fiesta el bando en derrota se entregó al pulque y mezcal, celebrando a la Diosa Mayáhuel ya que no podía festejar a los santos. La iglesia desde temprana hora se llenó de fieles; el altar iluminado con luces de colores resplandecía de modo fantástico, luciendo las más hermosas galas; las esbeltas columnas revestidas de cortinajes de tafetán, de las cornisas pendían gallardetes y en lo general el adorno hacía ver el esmero que los encargados habían tomado para que no faltara el más mínimo detalle. Los faroleros estaban formados en doble fila frente al altar comenzó el Rosario: El sacerdote, desde el pulpito iba dirigiendo con pausada voz los distintos pasos del rezo; los del bando contrario aunque en condiciones poco favorables de tenerse en pie se mantenían quietos, solo el lugarteniente de la Culata que estaba cerca del jefe de los faroleros, dejaban fluir su rencor con entrecortadas palabras, no propias del recinto sagrado.
Por fin llegó la hora de la letanía; las distintas cofradías tomaron el orden y acomodo, vela en mano para formarse en la procesión que ya anunciaba el alegre repique de las campanas; los cohetes estallaban en los cielos, todo era alegría; la cascada voz de los cantores, acompañados por el órgano pronunciaban las alabanzas de la letanía, y aún no moraba el eco de la última alabanza, cuando en el aire se oía dilatarse por las bóvedas el implorante “Ora Pronobis”.
El mal encarado amante de la Culata mascullaba entre dientes toda clase de imprecaciones salpicadas de ácido; por fin llegó el momento en que en la letanía se canta aquello de “Matter Inmaculata” que la trastornada mente de aquel bribón tradujo por “maten a la Culata”, y sin esperar nada gritó con toda la fuerza de sus pulmones: “eso si que no, hijos de…” y acto seguido, se lanzó como feroz animal, cuchillo en mano, sobre el jefe de los faroleros que llevaba la voz cantante. El desconcierto que continuó con palabras de grueso calibre alternadas con fuego líquido, pedradas, golpes; cada banca o reclinatorio se convirtió en una trinchera; aullidos, gritos, los faroles se convirtieron bien pronto en arma ofensiva de gran efectividad: a cada golpe venían por tierra tres o cuatro contrincantes de los más resueltos.
El sacerdote los amenazaba a gritos a la cordura, le lanzaban aspersiones de agua bendita con el hisopo mientras rezaba con voz agitada el Magníficat, creyendo como es natural que el demonio se había apoderado de aquellos malandrines y desalmados que no daban tregua en las acometidas y en sustitución del jefe de los faroleros, el que dirigía la maniobra campal era un joven fuerte, bien desarrollado que gritaba a sus subalternos: adelante con los faroles muchachos, todo era confusión: la campana sonaba en señal de auxilio y solo cuando el señor Alcalde se presentó en el lugar con un amplio número de soldados, se serenaron los ánimos. Restablecida la calma fueron desfilando confusos heridos y en el campo quedaron tres o cuatro cuerpos muertos. Hechas las averiguaciones de rigor, tocó la peor parte a la falanges de la revoltosa Culata y la Autoridad Virreinal, al tener conocimiento del escándalo en el recinto sagrado, colmada por tanto desatino, decretó el encarcelamiento de unos, la condena a trabajos forzados de otros y con el mayor sigilo el destierro de la pintoresca heroína, la brava Culata que dio motivo a que cuando una empresa pinta ma,l se diga con entonación irónica: “Esto acabará como el Rosario de Amozoc”.
Existen diferentes versiones de la leyenda del El Rosario de Amozoc, pero en lo que coinciden es el personaje de «la Culata» y que fue por culpa de ella sobre todo ese zafarrancho.