Helen Fisher escribe en Anatomía del amor, que la monogamia y la fidelidad no son sinónimos, si bien reconoce otro tipo de comunidades como la poliginia —un hombre con varias mujeres—, la poliandria —una mujer con varios hombres—, o poligamia —varias parejas sin definición de un solo género—, la antropóloga y bióloga norteamericana, considera que tras haber analizado varias culturas originarias y occidentales, aunque en algunas se acepte que los hombres tengan un harén —por ejemplo los musulmanes—, y en otras las mujeres puedan tener por esposo a más de un hombre, la mayoría de los seres humanos se casan con una sola pareja, o establecen y profundizan una relación amorosa, con una sola persona.
Incluso en las sociedades donde se permite la poliandria, escribe Fisher, las mujeres tienden a ser monogámicas, el porcentaje de existencia de este tipo de sociedades es tan mínimo que sólo el 0,5% de las sociedades dejan a la mujer tener varios maridos, mientras que en las sociedades donde se da la poliginia, sólo del 5 % al 10% de los hombres se atreve a tener más de una esposa. Por lo cual la tesis de Fisher, es que los seres humanos tienden por naturaleza al carácter monogámico, sin embargo, esto no significa que su comportamiento sexual también tienda a la fidelidad.
Cómo pensar la distinción entre monogamia y fidelidad, la respuesta quizá radica en eso que se vive cotidianamente. Así como Fisher no niega la monogamia, ni la infidelidad o la fidelidad como prácticas recurrentes de hombres y mujeres, tampoco niega la existencia del amor romántico, incluso en las sociedades más indiferentes y rigurosas con el cuerpo, como lo había sido por siglos la cultura China. De tal manera se puede ser monogámico y también fiel durante algún tiempo en determinada relación de pareja, pero eso no excluye que también se pueda estar casado y enamorado de una persona, se haya construido una vida común sólida y al mismo tiempo se busquen aventuras sexuales con otras parejas y se caiga entonces en la infidelidad.
Parece ser que hay un vínculo fuerte entre monogamia y compromiso, entre la construcción de una vida compartida y cierta apariencia de “fidelidad” social, pero que tiene mucho que ver con la fidelidad real. La monogamia, caracterizada por esa fuerte unión entre las parejas, en una sociedad donde exista cierta libertad de elección amorosa, generalmente brota de ese complejo proceso de enamoramiento, que implica una variedad de factores sociales, de olores comunes, valores afines, prácticas sexuales compartidas, afinidades electivas, y mucha, mucha química cerebral, que orillan al individuo a atarnos a una sola persona, o pretender, en lo posible, y tras algunos años de apego al otro, a establecer algún tipo de relación monogámica, una que no está exenta de la infidelidad.
De tal manera, cabría la posibilidad de estar muy enamorados, pero al mismo tiempo ser infieles, lo cual nos abriría también al caso de que al ser infieles, nos fuéramos envolviendo en un enamoramiento insalvable de aquel con el cual se es infiel. No por nada, en esa avidez de novedades sexuales, muchos quedan prendados reiteradamente a otra relación que después les exigirá cierta “exclusividad” monogámica, a lo cual seguiría separarse de la pareja en turno y establecer una nueva relación de compromiso con el que antes fuera el amante en secreto. Así es como encontramos el típico divorcio del hombre o la mujer que llevaba años y que incluso tenía hijos con su pareja, para conformar ese vínculo monogámico con una nueva persona.
En consecuencia, monogamia y fidelidad no podrían ser sinónimos, porque la primera forma de trabar relación con una pareja sí exige un compromiso que tiene que ver con algo más importante que la fidelidad o la infidelidad. Para la monogamia el hecho de ser fiel o infiel a veces se vuelve un asunto de menor importancia. ¿Qué es lo que establece o no una relación monogámica? Considero que una posible respuesta sería el enamoramiento, un profundo amor combinado de sobrada admiración y afinidad que se puede llegar a conseguir con el prójimo, esté o no casado, sea o no políticamente correcto, inclusive, sea una mujer o un hombre que a primera instancia parecería “prohibido” e inconveniente.
En este sentido, quizá deberíamos de volvernos menos dogmáticos con nuestras relaciones de pareja, aceptar que tanto la infidelidad como su contraparte, la fidelidad, son asuntos que podemos o no adoptar dependiendo de la circunstancia, y que un desliz no es lo peor que podría pasar. En realidad, lo peor que podría suceder es tener que estar forzados a vivir con alguien con quien nada se tenga que ver, y no conseguir la fuerza para separarse. No sugiero entonces una postura extrema, ni niego la existencia de la fidelidad ni tampoco la felicidad que podría ser consecuencia de ella y de la idea de construir una familia estable. Sería ridículo y esnob defender una posición radical, como la de algunos filósofos llenos de rabia y locura que han pretendido conferirle al sentimiento del amor y su consecuencia monogámica, un simple y llano enmascaramiento del instinto de reproducción.
Quizá sólo hace falta pensar el eros desde una concepción más moderada, más etérea. Como el filósofo Michel Onfray sugería en su Manifiesto hedonista, habrá que quitarle al erotismo ese hedor de pesantez judeocristiana, en la cual las relaciones de pareja son medidas en base a “la fijeza, la inmovilidad, el estado sedentario, la costumbre ritualizada y descerebrada”, la fidelidad y el para siempre, a costa de lo que sea, incluso si eso significa ser infelices.
Onfray se pregunta por qué no en cambio sería mejor idear “situaciones eróticas livianas”, un arte de amar digno de ese nombre”, en el cual se apele al instante de calidad, uno que no por ser efímero, esté peleado con la idea de permanencia a largo plazo, sino que vaya construyendo de modo detallado, como en una pintura puntillista —no de una vez por todas y en una sola promesa de matrimonio—, la totalidad de esa bella obra en la cual podría o no volverse una relación amorosa. Así, escribirá Onfray, “podemos imaginar el momento como el laboratorio del futuro, como su crisol”. Un instante que se quisiera repetir al infinito, hasta que el segundero del amor siga o no funcionando, sin una moral rigurosa que torture al cuerpo, ni expectativas extra mundanas. Sólo el instante disfrutable, al cual se puede renunciar en cualquier momento, o se puede afirmar continuamente.
Finalmente, así como estamos condenados a cometer o ser “víctimas” de infidelidades, también somos seres humanos condenados a las contradicciones. La indecisión, la avidez por múltiples personas y los deseos reprimidos que galopan a toda velocidad en nuestro cuerpo con ansias de ser saciados, son parte inherente de nuestra naturaleza. Si hemos de regresar a algún sitio, antes que a un hogar frustrado donde la fidelidad y la infelicidad sean la regla, es a la morada de nuestra afectividad. Esa donde se esconde nuestra propia voluntad, ese acceso único e inmediato que nos hace enfrentarnos al mundo con libertad, al querer, y a las pasiones que le dan un tono peculiar a cada una de nuestras vidas.
Por qué negar que nuestros intereses pueden cambiar todas las veces que sean necesarias para redignificar el instante de la existencia. Helen Fisher, citando a Oscar Wilde escribió que “<<hay dos grandes tragedias en la vida, perder al ser amado y encontrar al ser amado>>. Pero esa pérdida no tiene que conducir a una desventura insalvable, pero sí a la conmemoración de una soltería hedonista, de una liberación por medio del divorcio de un matrimonio pesado o de una separación por años emplazada, y una vez más, en esencia, a la renovada conquista de un amor digno: una afinidad erótica, inteligente y electiva.