La prensa, una utópica idea ilustrada
Por Julieta Lomelí / @julietabalver
La prensa como la idea contemporánea que ahora tenemos de ser un medio para expresar de forma crítica hechos y construir opinión pública desde la libertad, nace durante la Ilustración, en el siglo XIX, cuando el optimismo por la razón y la autonomía humana eran los faros que guiaban la época.
Aún se conservan esos ideales que construyeron la primera prensa ilustrada, mismos que como María Javiera y Aguirre Romano señalan en Ética de los medios de comunicación, consisten en valores como la verdad, la democracia, la libertad y la responsabilidad.
El sentido de la libertad, en la Ilustración, estaba conectado a la concepción de la libertad política, que era alimentada por la prensa, por “el enriquecimiento de la democracia y el debate de ideas colectivo”.
Para ello, el ejercicio del pensamiento expuesto en la prensa era primordial para la construcción de un Estado que defendiera la crítica y el derecho a disentir.
Escribía el pensador francés Alexis de Tocqueville, en 1835, que “la libertad de prensa no deja solamente sentir su poder sobre la opinión política, sino también sobre todas las opiniones de los hombres. No modifica solo las leyes, sino las costumbres”.
En esa modificación de las leyes y las costumbres se encontraba el riguroso trabajo de la prensa, una que también colaboraba en la construcción de la democracia. De ahí que la Ilustración se tomara tan en serio la faena de la prensa como un ejercicio que no podía faltar a la verdad y, por ello, no habría de estar supeditado a ningún poder político, sino que ella era la vigilancia pública de las tareas de aquel, y de los líderes que tomaban en sus manos al Estado, lo cual a veces podría convertir a la prensa —desde entonces— en una contestataria acérrima del gobierno.
Sin embargo, escribe Tocqueville, “así constituido, en medio de una nación escéptica, el poder de la prensa no debe tener casi límites. Es un enemigo con quien el gobierno puede hacer treguas más o menos largas, pero frente al cual le es difícil vivir largo tiempo”.
De ahí que la verdad de la prensa habría de ser ejercida de manera responsable, esto significaba que iría tras la búsqueda de la verdad, por más incómoda que esta fuera para el gobierno en turno.
En este sentido, la prensa inducía cambios políticos, y no al revés, o al menos eso pretendía la utopía ilustrada.
Tocqueville dice al respecto: “la soberanía del pueblo y la libertad de prensa son, pues, dos cosas, enteramente correlativas: la censura y el voto universal son, por el contrario, dos cosas que se contradicen y no pueden encontrarse largo tiempo en las instituciones políticas de un mismo pueblo”.
Porque pese a que la prensa pueda ser muy incómoda para algunos personajes influyentes, e incluso obstaculice decisiones que en lo inmediato podrían considerarse las mejores, su impacto radica en ser una mirada distante y objetiva de los hechos sociales.
Nuevamente me remito al pensador francés, quien comenta que entre más observaba la “independencia de la prensa en sus principales efectos”, llegaba a la conclusión de que lo más importante de su faena era la construcción de un pueblo autónomo y crítico que defendiera sus derechos frente a los abusos del Estado.
Tener una prensa sin censura, responsable, democrática y afanosa de la verdad, era “el elemento capital, y por decirlo así, constitutivo de la libertad. Un pueblo que quiere permanecer libre tiene, pues, el derecho de exigir que a toda costa se la respete”.
La muerte de la prensa
María Javiera y Aguirre Romano señalan que posterior al siglo XIX la prensa comenzó a crecer y a manifestarse de múltiples maneras que no solo incluían la prensa escrita.
Así nacieron los medios de comunicación como la televisión y la radio, mismos que fundaban primeramente sus propósitos sobre la base de las categorías ilustradas, pero que después, como dicen los autores, se encontraron lejanos a aquellos ideales críticos, responsables y democráticos para recibir su influencia “de la empresa mediática y sus imposiciones, postergando reflexiones éticas respecto a la validez de los principios que la inspiran y privilegiando los intereses de la empresa, intereses que son extrainformativos”.
Lo cual significa que la prensa, o mejor dicho, los medios de comunicación contemporáneos, dejaron de servir a los fines de la verdad —lo cual implicaba darla a conocer más allá de la aceptación o no del poder político—, para convertirse en un medio que legitima tanto a las corporaciones a las que pertenecen —sean corporativos editoriales, televisoras o radiodifusoras— como a instancias privadas o públicas que estén dispuestas a pagar por la información.
En este sentido, en el siglo XX y XXI podríamos declarar la muerte no solo de la prensa, sino también de la libertad de expresión, una muerte al menos desde su sentido moderno y progresista, para dar paso a una prensa sin ética, que en muchos de los casos, como dicen los autores, sirven a objetivos extrainformativos.
Un ejemplo de ello podría verse en las democracias populistas, en las que el manejo pasional y emotivo de la información tiene como propósito legitimar a líderes autoritarios, antes que ser el medio para denunciar las prácticas antidemocráticas.
El populismo es la administración de las emociones, antes que de los hechos objetivos, sin importar la búsqueda de la verdad. Acudimos entonces a la época de la tan citada posverdad, una verdad que no es mentira, pero tampoco pasa por el filtro de la objetividad, lo cual implica que dicho fenómeno difunde los hechos desde versiones muy particulares y subjetivas.
Desde dicha posición se pueden dar por verdades universales creencias que están sustentadas en las pasiones, en la intolerancia, y en sesgos cognitivos dañinos a la construcción de una comunidad crítica y liberal.
Pero no podemos esperar más de una prensa que a fines del siglo pasado comenzó a agonizar en su sentido moderno y ético, reemplazando sus ideales morales —esos que no tenían precio– por valores monetarios, y egoístas, inherentes a una empresa o grupo específico alejados del bien común, pero que van imponiendo sus propios intereses, y haciéndolos pasar o creer que son del interés y la necesidad del bien común.
Como escribe Yuval Noah Harari, en 21 lecciones para el siglo XXI, “las historias falsas tienen una ventaja intrínseca frente a la verdad cuando se trata de unir a la gente. Si pretendemos evaluar la lealtad de grupo, hacer que la gente crea en un absurdo es una prueba mucho mejor que pedirle que crea la verdad.
Si un gran jefe dice ‘El Sol sale por el este y se pone por el oeste’, no se requiere lealtad al jefe para ovacionarlo. Pero si el jefe dice ‘El Sol sale por el oeste y se pone por el este’, solo los verdaderos leales batirán palmas. De forma parecida, si todos los vecinos creen el mismo cuento extravagante, podemos contar con ellos para que estén unidos en tiempos de crisis. ¿Qué demuestra eso?”.