Siempre he tenido una obsesión con los espacios: por ejemplo, me gusta barajear en mi memoria las anécdotas de un Goethe embriagado en la ciudad del romanticismo, en esa “Heidelberg atravesada por las aguas del Rhin, en la que después de explorar sus rincones, y tras haber bebido generosas cantidades de vino, volvía a casa inspirado —no sé si antes o después del elixir producido por el alcohol— a encontrarse con su Fausto.
Goethe escribió esa famosa novela del diablo que compra el alma de un joven a cambio de muchas cosas, pero, sobre todo, de amor. El escritor alemán también perdió la cabeza y el corazón siendo aún más joven por una mujer comprometida. De esa experiencia mediada por esos paisajes pincelados con el aroma del romanticismo que desprendía la Europa de su época, por la convivencia con la burguesía culta de la Alemania de su tiempo, y por ese poderoso deseo erótico de juventud, publicó Werther.
Una novela escrita a modo de diario, que proyectaba la obsesión y el dramatismo, de manera impecable, de un joven de mediano apellido enamorado de un imposible, de una mujer de abolengo, de una mujer —en esa Alemania de castas— inalcanzable para un mozalbete que apenas si lograba ganar para su propia sobrevivencia.
Los espacios, entendidos como eso que está más allá de lo común del propio cuerpo y del cotidiano hogar —esas ciudades por las que andamos, los paisajes, que siempre vienen impregnados por el perfume de determinada época— son sin duda la inspiración mínima para desatar emociones que después se convertirán en obras literarias o artísticas.
Los espacios, sean cuales sean, vistos desde una subjetividad creativa, son el pretexto para construir mundos infinitos, esos mundos que se vuelven el terruño de un creador, patrias que a veces no están a la altura de cualquier vista. Un espacio campirano podría entonces convertirse en una pieza de arte luminosa, pero también, para la generalidad que no está inyectada por el —bello o tormentoso— espíritu creativo, son los espacios —o eran hasta hace un año— los sitios más apropiados para establecer vínculos con los demás. El bar, el restaurante, el parque, una nueva ciudad, caminar una cuadra en compañía de una caravana de amigos, esos espacios, que pienso como ese acceso a algo exterior a nuestra propia casa —a eso que no es posible en nuestro hogar— son también la vía para trabar amistad, para consolidar relaciones, para encontrar el amor: “La empatía —escribe un filósofo surcoreano— tiene lugar cuando las cosas se comunican entre ellas en virtud de una afinidad, cuando están cara a cara y entablan relaciones, cuando traban amistad”.
Pero ¿Qué sucede cuando se limita el libre tránsito? Cuando la posibilidad de salir y de moverse por caminos lejanos se ve cancelada por alguna catástrofe, por ejemplo, por una guerra, un toque de queda o una pandemia. Entonces, no queda más que seguirse moviendo en otro tipo de espacios, uno que tiene más que ver con el tránsito desde lo que vivíamos afuera hacia eso que es de carácter privado, hacia el propio yo, hacia sí mismo. También, la veta de los espacios nos arroja a convivir, de manera más cercana y por un tiempo prolongado —de ser el caso— con quienes habitan con nosotros en espacios más reducidos o más acotados a los “espacios familiares”, que para muchos significan la morada cotidiana, el sitio en el que se duerme, la casa que consideramos un hogar. La pregunta sería si, ahora que hemos tenido que viajar, pero hacia el centro de nosotros mismos, conviviendo introspectivamente con lo que uno piensa en las tediosas horas de encierro, a la par de cohabitar con las mismas personas por mucho tiempo —por meses que parecen décadas—, ¿lograremos tener la suficiente inspiración, ya no digo que para escribir el nuevo Fausto o contar la historia desgraciada de un Werther posmoderno, pero sí para entablar, conservar, o construir nuevas relaciones con los demás? ¿Cómo estamos conociendo gente al vivir confinados
y exiliados del espacio público, y confinados al espacio infernal de nosotros mismos?
Seremos travellers del Tinder
Si no podemos peregrinar con total libertad y de manera masiva los espacios que antes transitábamos, entonces parece que solo ha quedado la ilusión de surfear por el infinito universo digital. Así, el internet ha sido la herramienta más socorrida en estos momentos de confinamiento, emulando —porque aceptémoslo, no es lo mismo que antes—, la vida cotidiana previa al mortal virus: el mundo laboral, las clases, conferencias, fiestas, compras, reuniones familiares, entrevistas de cualquier índole, hasta el sexo mismo, ha sido trasladado al mundo virtual, que a veces parece como un largo sueño del que no sabemos cuándo vamos a despertar.
No sé si en estas circunstancias es mejor o peor tener acceso a esta “otra vida” digital. No sé si los hombres y mujeres que vivieron la gripe española hubieran preferido mantenerse todo el tiempo “conectados” en vez de salir a contagiarse con el riesgo —constante como la vida misma— de morir. No estoy muy segura de qué hubiera pasado entonces si hubiera existido el internet. Del mismo modo, tampoco resulta fácil ni predecible saber qué sucederá de aquí a un año. No sabemos hasta dónde esta “facilidad” concedida por el cosmos digital —de mantenernos no solo en contacto, sino también trabajando como si estuviéramos afuera— podría alargar o acortar el tiempo
de confinamiento. No sé si ante la practicidad de no salir de nuestras casas y poder hacer casi lo mismo que antes nos volvamos más ermitaños a la larga y menos empáticos; o por otro lado, nos convirtamos, en cuanto termine el estrado de emergencia, en individuos desbocados que saldrán a juntarse con los demás. A disfrutar de cualquiera de esas exquisitas formas que existen de relacionarnos con el otro cara a cara, en cercanía corporal.
Es, entonces, difícil predecir las consecuencias que esta pandemia tendrá en el tópico de las relaciones interpersonales, porque es algo nuevo, es una situación —y no lo digo por el asunto sanitario, sino del uso del internet emplazando cualquier “realidad”— no había sucedido nunca antes en la historia. Empero, lo que sí es más o menos válido —para no pecar de premoniciones falaces— es aceptar que las aplicaciones de citas, al menos en esta pandemia, han hecho una
maravillosa labor altruista para nosotros, la gente más joven que, como era de esperarse, no podemos estar aislados por completo, menos si el reloj biológico piquetea a cada segundo con sus pesadas manecillas todo nuestro cuerpo.
Sí, la vida es injusta, y por algo existe siempre una “sobrestimación” de eso que llamamos juventud. Porque no hay modo de negar que es durante esa época en la cual se llevan a cabo las decisiones más importantes de nuestras vidas, o al menos, las que marcarán el destino de nuestra vejez. Si la pandemia ha confinado a millones de jóvenes en sus casas, entonces, también han clausurado la posibilidad de decidir, de experimentar cosas que las generaciones pasadas pudieron haber vivido sin límite alguno. La pandemia no solo cancela la posibilidad de transitar sin miedo y en compañía por los espacios públicos, sino que clausura la concepción y complejidad total de espacio: como un
acaecer de cosas y mundo, de personas y sabores, de olores y multitudes, de contacto y amistad, de viajes y experiencia, de amor y expectativas.
No podemos condenar a la juventud por cargar en sus cuerpos la carnalidad efervescente típica de la edad. No podemos condenarlos por aspirar a la anarquía y a vivir de “forma normal” esos años que jamás volverán. No podemos condenarlos por sentir las mismas ilusiones que sintieron los viejos de hoy, y tampoco por cometer nuevamente los mismos errores. En este sentido, quizá sí,
más allá del moralismo que sigue produciendo el uso de algunas herramientas digitales, las aplicaciones de citas han venido a calmar ese ímpetu de amor y erotismo que toda mujer y hombre menor a la cuarta década de su vida, siente en el esplendor de sus años reproductivos.
El deseo de reunirse con el otro, las ansías de tener cercanía, de tocar, de acariciar o incluso amar y establecer un vínculo institucional con alguien —esa olla exprés que es el cuerpo joven, hirviendo de necesidades emocionales y sexuales, que en estos momentos sí pareciera ser una pesada maldición—, no puede negarse o controlarse ni con la pandemia más fatal. Porque contra la renovación constante de la humanidad, contra esa ardiente aspiración de ser con el otro “Uno mismo”, y concebir una nueva alteridad, no hay mucho que hacer. Ante esa trampa —o bendición—que nos tiende el eros, hasta ahora, ninguna política de confinamiento, toque de queda, guerra, maldición o prohibición, ha logrado cesar su vitalista poder.
Es inmoral para muchos, pero es una realidad. Las aplicaciones de citas han sido muy socorridas por la gente más joven —y baste decir, también para quienes no lo están tanto—, sobre todo en esta época de pandemia. Por lo tanto, el confinamiento nunca ha sido, ni aquí ni en muchos países, total, porque no estamos —aún— lo suficientemente templados para ser individuos aislados, para ser onanistas complacidos y parlantes completamente solitarios.
En México, la mortandad por COVID ha resultado alarmante para el resto del mundo, pero en Alemania también lo ha sido, solo que en el país del viejo continente sí que ha muerto un sector distinto de la población: se han ido los más viejos. Pienso en el caso de Alemania porque es el que conozco con mayor cercanía, seguro habrá muchos países que se le parezcan. Las muertes por COVID en su población anciana han sido una tragedia no solo sanitaria, sino también derivada de algún tipo de descomposición social. Una generación que parece haber sido aislada desde hace ya algunas décadas, no ha podido tampoco conseguir que esos hombres y mujeres viejas se confinen por entero en sus casas —y lo sé bien porque lo viví con poca distancia—, hordas de gente
muy mayor, entre ancianos abandonados a su propia suerte o simplemente autosuficientes pero solitarios, han tenido que ir al supermercado sin pedir ayuda a nadie. Esos hombres y mujeres de edad avanzada también viven solos en sus departamentos o casas. Muchos están completamente
olvidados por sus familiares y amigos. Esos viejos alemanes que llevan años confinados y en completa introspección en sus departamentos, en esos reducidos “hogares” que veces al pasar frente a ellos desprenden olores fétidos, para mí son el aroma del descuido total, de una comunidad que los ha olvidado —en aras de un empoderamiento impuesto—, y de alguien mayor que está deprimido.
Miles de viejos abandonados por el otro y autoabandonados también por sí mismos, son los que en Alemania han enfermado de COVID, y han prescindido de ser atendidos —porque nadie se entera—, porque quizá, a una edad muy avanzada, y en completa soledad, no importaría mucho que nos encontraran muertos a causa de algún paro respiratorio, trombosis, o falla orgánica múltiple y
que el diagnóstico final fuera por COVID. Quizá, en esas circunstancias de aislamiento, no es tan temido morirse de COVID a una edad avanzada, si de todos modos nadie escuchará tus lamentos, si quizá a nadie le importas más allá de la herencia que puedas dejar. En esas circunstancias, la orden de quedarte en casa porque eres población vulnerable está de más, porque tienes que ir y hacer las compras por ti mismo, y estás a menos cinco grados, en temporada de influenza y enfermedades respiratorias, pero también tienes que cargar las bolsas desde el mercado hasta tu casa, e incluso, lo tendrás que hacer aunque ya no puedas caminar tan bien por tu edad avanzada, pero algunas bolsas podrás amarrar bien a los tubos de tu andadera. He pensado mucho en los muertos de ese lado del mundo que celebra y exige la autosuficiencia hasta el extremo del más terrible retiro social. Una sociedad en la cual quizá no importa mucho morir de COVID si ya estás viviendo en automático y tienes que, también, hacer el aseo solo, o quedarte sin focos y no poder cambiarlos por algunos días, hasta que te visite el electricista, porque tú no podrás subirte a una
silla. Qué importa morir de COVID si de repente en una lluvia intensa —y como vives en una ciudad con puerto—se inunda tu casa y tienes que sacar a cubetazos el agua, ya que finalmente ninguno de tus hijos, o amigos, si es que los hay, les interese ir a ayudarte al menos a colgar una sábana al sol. La verdad es que Alemania es un país en el que el porcentaje de mujeres y hombres de 65 años y más: 22.36 % (hombres 7930590 /mujeres 10061248) (2018 est.), supera al de los jóvenes y niños.
Toda cultura tiene sus bemoles, y esta pandemia dejó ver las hendiduras sociales tan particulares de cada región. Algunos mueren por solitarios, otros por ser demasiado sociales.
Mientras que, al otro lado de Alemania, en un país como el nuestro, parece haber una población nada vieja que a causa de ese gen cultural que caracteriza lo latino, el de socializar demasiado y buscar la compañía todo el tiempo, es la causa de perder la guerra contra un virus. La COVID, en México, ha vencido paradójicamente a los soldados jóvenes. Según datos del Banco Interamericano de Desarrollo, se encontró “que las poblaciones más jóvenes tienen relativamente menos probabilidades de recuperarse de la COVID-19 en los países en desarrollo que en los países ricos. Los pacientes de COVID-19 que no son de la tercera edad tienen más probabilidades de morir de la enfermedad en México y Colombia que en Estados Unidos y Canadá. Mientras que no existen diferencias significativas entre la población de mayores de 80 años. De hecho, el paciente positivo promedio de COVID-19 en el grupo etario de 40 a 49 años en la muestra de Colombia y México tiene estadísticamente la misma probabilidad promedio de morir por COVID-19 que un paciente positivo de COVID-19 en el grupo etario de 60 a 69 años en Canadá o Estados Unidos”. Ante la estadística solo nos queda la ilusión de no ser una víctima más, de ganarle la guerra, no solo al COVID, sino también a la depresión, a la ansiedad y a la soledad.
Quizá, por ahora solo me queda creer que el algoritmo siempre decidirá mejor que uno, y que podríamos volvernos “travellers del Tinder”. Incluso, a estas alturas prefiero sentir más que decidir, y pareciera que el algoritmo es casi la única posibilidad para conocer personas nuevas en una época en la cual la
amistad y la sexualidad ha sido emulada y controlada por el mundo digital. Pero desde el internet, el salto siempre puede ser cuántico, y el vínculo puede volverse, en un futuro o ahora mismo, nuevamente presencial. Porque siendo claros, lo seguro es que yo como muchos tantos jóvenes no queremos despertarnos en diez años y vernos convertidos en solitarios, proyectándonos en esos hombres y mujeres alemanas que parecen haber sido confinados socialmente desde hace dos décadas. No quiero ser esa persona, ya no tan joven, que perdió no solo un año —sino quizá dos o tres, o más— de amor y de experiencias compartidas. Si es que sobrevivo para contarlo, tengo pavor de que en el futuro no pueda dejar de repetirme, atormentada, una y otra vez, las palabras que alguna vez dejó un Leopardi nostálgico:
Quién puede recordaros sin suspiros, juventud que llegabas nueva, días hermosos, inefables, cuando al hombre extasiado sonríen las doncellas por vez primera; toda cosa en torno pugna por sonreír; calla la envidia, aún dormida o tal vez benigna; y casi (inusitada maravilla) el mundo su diestra mano tiende generosa, excusa sus errores, y festeja su entrar nuevo en la vida, y se le inclina mostrando que por amo lo recibe? ¡Días fugaces que como el relámpago se desvanecen! ¿y un mortal ajeno habrá de desventura, si pasada esta hermosa estación, si el tiempo bueno, su mocedad, ay mocedad, se extingue?