Por Juan Daniel Flores (Sociólogo)
Pero es la luna la que no se mueve, sigue en el mismo lugar.
Prácticamente todos señalan a eso mismo que por antonomasia es causa y a su vez efecto de lo negro de este país: una clase política sin un atisbo de sentido común, indolente, ambiciosa, con cada vez menos maquillaje y con las vestiduras desgarradas ante cualquiera que ose vulnerar con algún movimiento civil el glorioso Estado de derecho (hágame usted el favor).
En estos tiempos electorales el dedito gordo está casi listo para apretar el gatillo. Las bardas, postes y spots en radio lucen sonrisas, propuestas y cumbias a todo lo que da invocando a la incipiente familia democrática mexicana. “Hay que limar asperezas en pos de un mejor México”, (¡chingaos!).
Poderes fácticos que deambulan por los aires de arriba hacia abajo, siempre de manera vertical emulando grandes papiros, códigos, leyes hechas por quien sabe quien o batallas épicas de los héroes patrios en tiempos de pan y agua. Todo se vende en los circuitos donde el rey Midas compra conciencias, negocia patrias enteras y uniforma el deseo y el placer convirtiéndolo en moda.
«Allá es otro mundo», decimos aquí abajo y más abajo. Sin embargo nos parece distante esa fiesta. Incluso nos parece grotesco y nos curamos o persignamos en salud moral. Los refugios o elementos de cura pueden ser diversos: desde hundir la cabeza religiosamente en el televisor convirtiéndolo en una cotidianidad, hasta montarse en el potro de la ilustración académica y esgrimir porque esto no y aquello sí sin siquiera tocar con los pies la realidad de esos todos. Ver solo como categoría teórica el trabajo es elegantemente intelectual en tiempos de hambre. La meritocracia genera sus propios estamentos desde donde puede ver con toda comodidad y a todo color los horrores que cometen las oligarquías en contra de las hordas que bajan desde el monte de la insatisfacción social.
Verticalidades diversas, matices de un mismo color. Estos también atravesados por individualidades a los que no les va tan mal. La varita mágica del capital está ahí, es para todos. Es cosa de no ser reaccionario, de saber aprovechar las oportunidades, las rebajas de otoño, los meses sin intereses y saber escalar. «Y ahora que ya no hay trincheras, el combate es la escalera y el que trepe a los mas alto pondrá a salvo su cabeza…” Es cosa es cuestión de cómo dicen algunos (muchos) psicólogos de adaptarse. Sobrevive el que se adapta. Quizá no esté tan mal si nos pensamos solo como entes estáticos, hojas del viento sin otro futuro que ser arrastrados por el viento o incluso ser mojados por un escupitajo con olor a caguama. Otro es el destino del ermitaño sujeto abandonado a las fuerzas de la naturaleza menos salvajes que las del mercado.
Por eso entre aquella locura de poder e irracionalidad que señalamos de allá arriba, de ese festival grotesco de bofetadas verdes tricolor, copetes telepromed, teleféricos sin montañas, leyes bala, centauros de la obesidad gestionando edecanes para el poder, futbolistas al poder, cansancio de procuradores, alcaldes armando festines a la moda del viejo Nerón, pederastas de anillo y báculo, empresarios al curul, televisoras “llenando“ los desiertos de ocio de niños y adultos (entre otras linduras) está de por medio un mar de indiferencia y lasitud entre cientos de miles de lamentaciones al calor de la resignación.
Aquí abajo, aquí más abajo, en las líneas que atraviesan de arriba hacia abajo en diagonal de alguna manera somos el granero del poder, de ese que señalamos allá muy arriba. Es muy probable que la cadena alimenticia esté cerrándose más. La palabra ya no nos vincula, todo es ahorro, el deseo se reduce a precio, ya no es impulso, ya no es sueño. Aparece el insomnio.
Devoramos lo que no necesitamos. Estresante y sin mucho gozo hoy se trata de escalar a cualquier precio, a como dé lugar. Para eso empujamos, nos metemos, sometemos, cerramos puertas, nos conformamos, guardamos silencio ante la velocidad que nos conduce a la muerte en transporte público, hablamos de la intimidad del otro, apretamos el botón del negocio del table dance y al otro día bajamos la palanca del inodoro de catedral, subimos rápidamente a la oficina del rector con el café en la mano y horas después con la mano izquierda negociamos con lo rechazados. Una simbiosis nacional perfecta. Desaparecen los límites, las utopías. Esto es un mundo maravilloso solo es cosa de dejar hacer y dejar pasar.
Porque, ¿quién se quiere meter en problemas?
La descomposición tiene aroma de campanas, magnas obras y silencios de aparador.