Por Mario Martell Contreras
Algunas banderas del SME (Sindicato Mexicano de Electricistas) ondean. Durante el neoliberalismo, el presidente Felipe Calderón decretó la desaparición de la Compañía, Luz y Fuerza del Centro. Ondean las banderas rojiamarillas del Partido del Trabajo (PT) alzadas en astas.
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Epigmenio Ibarra –a guisa de un Oliver Stone nacionalista– no se despega de Claudia Sheinbaum.
Claudia Sheinbaum llega acompañada del camarógrafo del obradorismo. La doctora camina por el pasillo central, cortado por vallas metálicas. Dos mujeres fotógrafas captan cada uno de sus saludos. Otra mujer recibe folders y cartas con peticiones para la candidata.
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Los obradoristas de ayer son los claudistas de hoy.
Morena y sus partidos aliados tomaron el zócalo de la ciudad de México este viernes primero de marzo.
Ese zócalo recibió el primero de octubre de 2016 al ícono del rock, Roger Waters, en un acto de resistencia musical frente a las políticas anti-migratorias de Donald Trump.
Ese primero de octubre, Roger Waters iluminó la noche neoliberal.
Roger Waters entonó la rola “Pigs”.
Big man, pig man,
ha ha charade you are.
En la escenografía se desplegaron rostros del presidente Donald Trump.
Trump-cerdo.
Trump-con-sombrero-del-Ku-Klux-Klan.
Trump-con-sus-labios-pintados.
Un bamboleo humano festejó la osadía político-lírica del cantante.
La gente cerca del templete manoteaba para impulsar un cerdo inflable
Hey you, Whitehouse,
Ha ha charade you are.
El presidente norteamericano vapuleó las ruinas del nacionalismo mexicano. Amagó con la construcción de un muro. Enemistó y dividió a las familias mexicanas. Su retórica invocó a los fantasmas de la xenofobia.
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El zócalo demostró la modernidad nacional en el espejismo de 18 mil cuerpos desnudos gracias al lente del fotógrafo Spencer Tunick el 6 de mayo del 2007.
Ese zócalo, en marzo del 2001, recibió un domingo del nuevo milenio a los delegados del Ejército Zapatista de Liberación Nacional.
Hombres y mujeres indígenas con pasamontañas.
Los del color de la tierra, militantes indígenas, críticos de la globalización y del neoliberalismo, iluministas del colonialismo interno mexicano.
Ese zócalo en el que el subcomandante Marcos, hoy subcomandante Galeano, sentenció:
“Allá arriba saben pero no quieren decirlo: no habrá ya olvido y no será la derrota la corona para el color de la tierra”.
Ese zócalo recibió a los caminantes del Éxodo por la Democracia en noviembre de 1991.
Campesinos y trabajadores marcharon desde Tabasco en contra del fraude electoral del gobierno de Salvador Neme Castillo.
El zócalo no le pertenece a nadie. El zócalo es de quien lo trabaja.
En un país autoritario, el del sueño priista del siglo pasado, se volvió el corazón de la protesta social, y la imagen fehaciente de la protesta contra el fraude electoral.
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La izquierda, ya sin Andrés Manuel López Obrador como candidato, volvió a llenar el zócalo.
Es el mismo espacio físico con otra fisiología.
El escenario del zócalo es una cuadrícula dividida por vallas metálicas.
Frente al templete, los cuadros de la élite de Morena y sus partidos aliados. Los burócratas del partido. Diputados y candidatos a puestos de elección popular.
De la asta bandera hacia atrás, separada por vallas metálicas, el pueblo.
La definición de “pueblo” en este mitin inicial de la campaña es tajante: quien llegó en camiones tras varias horas de viaje; quien llegó en su propio vehículo, a pie o en metro, y quien mira a la candidata presidencial a una distancia de 50 metros es el pueblo.
El pueblo no tiene gafetes VIP, ni community managers ni se sienta en los primeros sitios. El pueblo está ahí donde no hay sillas.
Como en un concierto de Los Temerarios. Entre más se paga, más se acerca uno al templete. El que no paga de a lejitos. Pero el pago no es en dinero, sino en capital político.
En los viejos (adjetivo cómodo para señalar lo irascible del activismo) mítines de la izquierda las jerarquías eran difusas; cualquier persona que se acercara lo suficiente podía encontrarse cerca del templete.
En el modelo irreprochable del Segundo Piso de la Cuarta Transformación: los del primer piso están lejos de la candidata presidencial. Los del segundo piso muestran su gafete VIP, cruzan la valla y tienen un asiento. Visten pulcras camisas o playeras blancas con su nombre bordado o estampado en la vestimenta.
Dos grandes pantallas a un costado del templete exhiben la gestualidad de los personajes de la izquierda mexicana en la construcción de su segundo piso.
En ese templete se encuentran los candidatos a gobernadores estatales y políticos de Morena que intentaron ser candidatos a presidente de la república, así como los dirigentes de Morena.
Una grúa de grabación captura el momento para circular estas imágenes de la campaña en el flujo de las redes sociales.
El mitin sólo tiene dos oradoras: la candidata a jefa de gobierno de la ciudad de México, Clara Brugada, la otra estrella de la Cuarta Transformación en su relevo generacional; y Claudia Sheinbaum.
Todos los demás son escenografía. El templete es casi minimalista. A diferencia de los templetes atiborrados de figuras históricas y míticas, excomunistas, exguerrilleros, líderes sindicales, etc., en el templete sólo se distinguen los cuadros políticos con los que Sheinbaum gobernará, al ganar la presidencia de la república.
El ser se define por su proximidad o su lejanía. Por su materialidad o por su digitalidad, y en la plaza de la Constitución la izquierda trata de responder qué es eso del humanismo mexicano.
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Claudia Sheinbaum observa a la multitud. La distancia que guarda desde el templete hacia la masa abigarrada que abarrotó el zócalo le confiere un aire de seguridad.
Su actuación, en el primer día de campaña, es la de una jefa de Estado. No es ni nunca ha sido una candidata antisistema o una política transgresora del activismo púrpura.
Quizás en los remotos días (1986) de la lucha universitaria del Consejo Estudiantil Universitario (CEU), Sheinbaum se enfrentó a la cúpula universitaria de la UNAM que impulsaba una reforma académica neoliberal.
Saluda sin efusividad, a los políticos del templete. Hay cordialidad, pero también distancia en los saludos.
Como los políticos de la izquierda mexicana desde el zócalo lee un largo discurso. Así como lo hizo en su momento Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano, Andrés Manuel López Obrador, y hoy, Claudia Sheinbaum.
(En esta lista, habría que ingresar también, al subcomandante Marcos, otro relámpago y pop-star del neozapatismo, aunque él nunca aspiró a ser presidenciable de un partido de izquierda, por el contrario, se diluyó en el antipoderosismo de su movimiento).
En más de 30 años, la izquierda mexicana ha tenido solamente tres candidatos presidenciales.
Sheinbaum toma su tiempo para leer las 100 promesas de campaña de su gobierno.
Las divide en varios segmentos: República Fraterna; República Educadora, Humanista y Científica; República Lectora y Cultural; República Sana; República con Vivienda; República de y para las Mujeres; República con Trabajo y Salario Justo; República Rural Justa y Soberana; República Soberana con Energía Sustentable; República Próspera y Conectada; República que protege el medio ambiente y sus recursos naturales; República con derecho al agua; República Segura y con justicia.
Para Sheinbaum, el país cosmopolita, conflictivo y antagónica se resume en el concepto político de la República. Pero ya no es la “República amorosa” de la retórica del 2012.
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La doctora Sheinbaum, aunque en sus palabras sostiene que seguirá el legado de Andrés Manuel en su discurso no incluye los tópicos de la retórica obradorista-izquierdista:
- No incluye referencias a figuras o a procesos históricos.
- No incluye referencias a momentos claves.
Otra ausencia notable en su discurso es la referencia a los desaparecidos y a sus familias, o a los desaparecidos de Ayotzinapa.
Su discurso tampoco aborda una crítica frontal al neoliberalismo o cualquier otra alusión antisistémica.
Ni por asomo, hay alguna referencia a la despenalización del aborto. Por ejemplo.
Claudia Sheinbaum ha colocado también el título universitario de moda. Es la “doctora” Claudia Sheinbaum.
El título universitario es del segundo piso de la Cuarta Transformación. Se pasó del “ingeniero” al “licenciado” a la “doctora”. Este tránsito tiene una raíz estadística. En el mundo un 29% de los investigadores son mujeres. En México, el porcentaje es mayor, alcanza un 36%.
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Las mujeres son los personajes centrales de esta contienda electoral. Las dos candidatas que disputan la presidencia son mujeres.
La candidata competidora es Xóchitl Gálvez. Gálvez intenta construir una imagen popular y de mujer del pueblo, como una suerte de “India María” de la derecha. La India María fue el personaje de películas mexicanas de los setenta para caracterizar las interacciones sociales de los indígenas que abandonan sus pueblos para irse a trabajar a la Ciudad de México (léase Distrito Federal).
En su inicio de campaña, Gálvez se refugió en Guanajuato, bastión del conservador Partido Acción Nacional (PAN).
La campaña de Gálvez es la versión 2024 de la campaña de Vicente Fox Quesada, el primer presidente no-priista en México. Fox fue el aperitivo de la derecha que continuó las políticas neoliberales de Carlos Salinas y Ernesto Zedillo. Fue el primer presidente del priismo-azul.
Pero la narrativa política de Gálvez está alejada de las preferencias del electorado.
Una de sus primeras promesas de campaña es la creación de una pensión para mujeres a partir de los 61 años.
La derecha intenta crear la percepción de que Claudia Sheinbaum carece de personalidad propia o de una vida política personal, y que simplemente es una “calca” de Andrés Manuel López Obrador.
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“Todo parecía igual que hace seis años”, dice el periodista Carlos Loret de Mola para enjuiciar el masivo apoyo popular a la candidata de Morena a la presidencia de la República.
La narrativa de la derecha se funda en repetir hasta el cansancio: “Claudia es una copia de Andrés Manuel López Obrador… y hasta calcó leer cien compromisos en el zócalo”.
Pero lo que incomoda de la narrativa de la “copia” es aquello que impregna el imaginario de la Cuarta Transformación.
La recreación de la nostalgia nacionalista en un país que aplicó el credo neoliberal a rajatabla, y que las consignas obradoristas adquieran otra vida en la candidata presidencial de la Cuarta Transformación.
La fragilidad política entre “copia” y “herencia” es más que una discusión conceptual en un país que se acostumbró en el siglo pasado a la transmisión del poder por dedazo.
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El mensaje político de Claudia Sheinbaum es el de la heredera del obradorismo:
“El triunfo del 2 de junio es el triunfo del pueblo de México. Nos tocará guardar el legado de un hombre que está en Palacio Nacional y que ha cambiado para bien la historia de nuestro país… Vamos a cuidar su legado. Y sepa presidente que el cierre de su gobierno será espectacular porque una vez más con el pueblo de México estaremos haciendo historia”.
Incluye otra línea, en la que Sheinbaum se reconoce dentro del colectivo social: “Tengo claro que no llego yo. Llegamos todas, con nuestras ancestras y nuestras hijas.”
Se entrevé una tibia promesa, de hacer de México una potencia mundial, una promesa que no aparecería en un candidato de la izquierda mexicana, acostumbrada a la victimización, del siglo pasado:
“Vamos a seguir haciendo de México el mejor país del mundo.”