Personajes de apariencia fría y calculadora, indómitos, corazas impenetrables a los impulsos pasajeros, pero finalmente, esos héroes que pudieron haber quedado mejor descritos en los libros de historia, sino hubieran perdido la cabeza y el imperio a causa del amor. Como pasó con Helena que a causa de su amor, provocaría la caída de Troya. O también como Pedro Abelardo, un filósofo del siglo XII, que en su apogeo intelectual, teniendo casi treinta años, habiéndose convertido en un famoso maestro parisino de la escuela catedralicia de Notre-Dame, conoce a Eloísa, una joven inteligentísima pero de diecisiete años, a quien dejarían en manos de Abelardo, volviéndose éste su maestro particular, sin embargo ambos se enamorarían, perdiendo él, no sólo gran parte de su prestigio intelectual, sino también aquellas partes del cuerpo que lo habían orillado a pecar. Abelardo fue castrado mientras que a Eloísa la mandaron a un convento.
Todos hemos sucumbido a la telaraña del eros, quedando enredados en creencias amorosas que podrían costarnos no sólo la salud mental, sino también alguna empresa a la que hemos consagrado muchos años de nuestra vida y todo por quedar atrapado en un tipo de falsificación, o un engaño del eros: somos víctimas de nuestros instintos, seducidos por esa naturaleza que nos domina, por ese impulso que finiquitará en nosotros ese primer motivo de toda vida, la de proseguir la especie, ni el hombre o mujer de corazón de piedra puede descartarse de enamorarse de quien no debe, de quien no puede, pero sí siempre, con ese que tanto más quiere.
En la película La migliore oferta (2013), su director y guionista, Giuseppe Tornatore, nos muestra la historia de Virgil, un refinado y poderoso subastador, que pronto cumplirá sesenta años, un viejo lobo de mar, un experto en distinguir lo auténtico de lo falso en el mundo del arte. Su blindaje es exacerbado. Desde su apariencia, autoridad y educadas maneras al hablar, al conducir una subasta, al sentarse a la mesa, al dirigir a sus colaboradores, ataviado por un atuendo siempre elegante, un vasto repertorio de guantes, el arreglo impecable de su cabello; hasta el cuidado extremo con el que resguarda su galería personal, integrada por una bella y valiosa colección de retratos femeninos de todas edades y técnicas pictóricas.
Virgil es un monarca en el comercio de arte, en su reinado parece desenvolverse como pez en el agua, hasta que la joven Claire entra en escena. Ella lo llama para solicitar sus servicios como valuador, con la intención de vender la colección de antigüedades que sus padres le heredaron. Pronto vemos en la chica ese exquisito defecto que enamora a Virgil, un horror social, que la aparta del prójimo, que la vuelve una mujer tímida y aislada. Una enfermedad psicológica, una agorafobia, que le impide estar frente a los demás sin entrar en pánico. Esa fragilidad de una chica solitaria y antisocial, detalle que la convierte en algo así como un diamante en bruto por explotar.
Virgil encuentra en la vulnerabilidad de ella la dosis exacta para bajar la guardia e interesarse genuinamente por la misteriosa joven. La relación se vuelve estrecha; cuando la ve, su coraza se deshilvana, reconociendo en ella la belleza que él siempre había buscado, como su representación personal, del verdadero arte. Claire se convierte, de pronto, en la realidad de todos los retratos femeninos de su valiosa colección privada, esa que a nadie muestra, que resguarda celosamente y contempla por horas. Descubre en él mismo algo desconocido: la capacidad de enamorarse. Se obsesiona. Sucumbe. Cae.
Virgil no quiere escuchar los consejos de la gente, las ilusiones y ese estremecedor afecto lo enceguecen. En alguna adquisición más de pinturas para su colección, uno de sus más allegados amigos le advierte que los sentimientos humanos son como las obras de arte, pueden falsificarse, la alegría, el dolor, el odio e incluso el amor. No lo escucha porque su sentimiento es verdadero y no pretende renunciar a él. Posteriormente, en una escena de honda ternura, él le confiesa a Claire que creció en un horrible orfanato, donde las monjas lo castigaban obligándolo a trabajar con un restaurador, por lo que él, fascinado por dicho mundo, procuraba que lo castigaran tantas veces como fuera posible. Así conoció las obras de arte, las técnicas, la combinación de los colores. Aprendió a distinguir lo falso de lo verdadero: ella era la verdad absoluta, el arte con mayúsculas.
Sin embargo, había algo que Virgil sabía muy bien: «cada falsificación esconde siempre algo de auténtico». Decidió no escucharse a sí mismo, optó por olvidar que el falsificador no resiste a la tentación de hacer suya la obra. Él mismo aseguraba que era muy frecuente que el copista dejara una marca, “un detalle sin interés, un trazo inesperado”, con el que revela su propia sensibilidad: una marca en la obra falsificada que lo identifica.
Distinguir lo auténtico de lo falso, no parece tan sencillo si uno se guía por las pautas de esta película altamente disfrutable, cuya trama es por lejos predecible. Pero el amor no deja de ser un autoengaño muy verdadero para quien lo siente. Todo aquel que busca, por muy experimentado que se sienta y empeñe su corazón a alguien mucho más joven, con posibilidades de éxito o sin esperanza alguna de ser correspondidos, ¿no apuesta a una ilusión? Acaso quienes han vivido engaños, desilusiones, amores falsos, ¿no guardan en su memoria destellos de autenticidad? En el amor no vale pensar que más sabe el diablo por viejo que por diablo, sino que nadie sabe realmente nada, porque está colmado de impulsos: ni la mujer joven que encuentra en alguien mayor una sabiduría exquisita, ni él hombre que podría naufragar amándola, antes que abandonar la búsqueda del tiempo perdido.
Virgil dejó la seguridad que le ofrecía su galería particular, repleta de representaciones femeninas, y se aventuró a despojarse de su blindaje para enamorarse de la presencia continua de Claire, quien le ofrecía estampas naturales de las que podía ser autor y espectador a la vez.
Ir al encuentro de la realidad puede ser un salto al vacío para quien se ha acostumbrado a las representaciones. Quien puede distinguir lo auténtico y lo falso en el universo del arte, difícilmente podrá valerse de las mismas herramientas para escudriñar la vida. Aun así, toma el riesgo. Lo que siente es auténtico y no puede negarlo, ni negarse sentirlo.
Sin duda, por más complejo que sea el entorno, hay detalles muy reiterativos en el asunto del amor. Falso o verdadero, uno puede concluir que lo disfrutará o lo padecerá de la misma forma a los veinte, a los cincuenta y después. Parece terrible que, siendo más que adultos, nos enamoremos como adolescentes. No es un asunto de ficción, somos consumidores de ficción amorosa porque buscamos realidad amorosa.
Es suficiente enredarse con unos ojos melancólicos durante la lluvia, al otro lado de la calle. O encontrarse al romántico shakesperiano, leyendo en el café más solitario de la ciudad, con la apariencia de ser el más desprotegido, para ir tras él pensando que nos necesita. El amor nos hace sentir que cubrimos algo que nos falta o que al prójimo le falta, decía Lacan: “el amor es dar lo que no se tiene a quien no es”. Idealizamos a eso que motiva nuestras pasiones, para creer que la nueva persona será distinta, irremplazable y afín, que podríamos llegar hasta el fondo de ese enigma que esconde y atrapar su corazón, volverlo “nuestro”. Tropezamos con el lugar común de soñar con lo imposible. En la ironía de confiar en que aún habrá algún otro que estaría dispuesto a escucharnos y comprendernos siempre sin aburrirse, pero también a manteneros a la expectativa de sus vidas, sin dejar de ser ese misterio seductor que está lleno de sorpresas, librando el infierno de la rutina. Todos, una y otra vez, caemos en la trampa de aspirar a llenar ese abismo infinito del deseo.
Buscamos algo auténtico en las falsificaciones y algo falso en lo genuino. La migliore oferta retrata el cielo y el infierno de Virgil, de alguien que tuvo la auténtica experiencia del amor y no reconoció la falsedad que encerraba, despojándolo de su refugio sagrado, en el cual la representación multifacética de lo femenino, le ofrecía una ilusión que jamás lo desilusionaría, porque no era real.