Por Dra. Linda M. Romero Orduña
Alguna vez te has preguntado qué tanto han cambiado nuestras vidas los smartphones y las aplicaciones como WhatsApp, o si estas, gracias a la supuesta mayor comunicación que nos permiten, han beneficiado realmente nuestras relaciones de amistad o de pareja? Quizá, para dar respuesta a estas preguntas, podríamos comenzar preguntándonos cuál era el celular que teníamos hace cinco años, si usábamos WhatsApp tanto como ahora, o si alguna vez habíamos experimentado una pelea de pareja ocasionada por alguna actividad relacionada con las redes sociales.
Cada vez nuestros ritmos de vida son más acelerados y quizá nos sea difícil recordar cómo eran hace algunos años nuestros hábitos con respecto a los smartphones y a las redes sociales; quizá nos hemos adaptado tan bien a ellas que nos pareciera difícil recordar ese mundo donde no existían como ahora o, peor, cuando no existían. Esos teléfonos públicos de monedas olvidados en las esquinas de las calles nos recuerdan que sí existieron esos días donde eran usados por la mayor parte de la población que necesitaba comunicarse con alguien, pero no se encontraba en su casa como para poder llamar desde su teléfono fijo, y que al mismo tiempo, eso implicaba la posibilidad de que esa llamada no fuera atendida si la persona a la que se le llamaba no se encontraba en su casa y, por eso, se necesitaba regresar más tarde al teléfono público para volverla a llamar. Me refiero a esos días en los que el teléfono fijo era el único medio para hacer llamadas de voz y cuando tener un celular era un lujo innecesario que muy pocos se animaban a darse, excepto quienes que por razones de trabajo debían portarlos y pagarlos, no siempre de muy buena gana. Obviamente era impensable que algún niño o adolescente tuviera un teléfono móvil.
O recordemos cuando el único medio para conectarse a internet era una computadora de escritorio con conexión telefónica, lo cual implicaba que no podían entrar ni salir llamadas telefónicas mientras alguien de la familia estuviese conectado a la red. ¡Cómo olvidar a los papás de los adolescentes de aquella época que se quejaban amargamente por no poder utilizar el teléfono mientras sus hijos pasaban horas conectados chateando en el MSN Messenger o en el ICQ, descargando música en el Ares, o visitando Hi5!; actividades tan extrañas para los padres de ese tiempo que difícilmente se sentaban frente a la computadora para utilizarla, pues la veían con desconfianza y hasta con temor por la posibilidad de descomponerla (especialmente porque eran bastante caras y no cualquiera tenía una en su casa). Ahora no solo tenemos equipos inteligentes de telefonía móvil con capacidad de realizar llamadas de voz o enviar mensajes de texto, sino que también podemos hacer videollamadas, conectarnos mediante internet a un sinfín de contenidos, aplicaciones, juegos, comprar y vender en internet, adquirir los boletos para el cine, pagar el estacionamiento, tomar y publicar fotos y videos en redes sociales, transmitir video en vivo, etc. Podemos hacer tantas cosas con nuestros smartphones que nos cuesta trabajo imaginar algo que quisiéramos hacer con ellos y que aún no podemos. Esto implica que en realidad no estamos teniendo necesidades que demanden dichos avances tecnológicos para satisfacerlas, sino que pareciera que se ofrecen tales innovaciones para crearnos determinadas necesidades que antes no teníamos.
Por ejemplo, en un inicio bastaba con que un celular pudiera hacer llamadas de voz desde cualquier lugar fuera de tu casa, luego se necesitó que pudieras enviar y recibir mensajes de texto (porque un mensaje salía más barato que la llamada), después se necesitó que tuvieran juegos, cámara fotográfica, reproductor de mp3, que sus pantallas fueran a color y de preferencia táctiles, un teclado con texto predictivo y con autocorrector, luego con emojis y gifs… Y así fue aumentando la demanda hasta llegar a nuestras preferencias actuales para elegir el smartphone “que se adapte mejor a nuestras necesidades”. Pero, en realidad, ¿qué necesitamos en un teléfono móvil?, ¿realmente necesitamos todo lo que nos ofrecen y por lo cual estamos pagando?.
Otro ejemplo sobre estas necesidades que el mercado nos ha ido creando es que los papás que antes temían utilizar una computadora por miedo a descomponerla ya tienen y utilizan smartphones avanzados, Facebook, WhatsApp y otras redes sociales, y quizá hasta pasan más tiempo en sus dispositivos móviles que en cualquier otra actividad como ver la televisión o escuchar la radio. Ahora podemos mandarle un whats a nuestra mamá para avisarle que ya estamos en camino a casa o para que nos suba un vaso de agua, o darle un “me gusta” a la foto de la comida familiar que subió nuestro papá o algún tío. Con esto quiero resaltar que todas las generaciones están involucradas en el uso de los smartphones y las redes sociales, y que la forma de relacionarnos y comunicarnos unos con otros se ha trasformado, cambiando así nuestros hábitos cotidianos. En otras palabras, el uso de estas tecnologías ya no es exclusivo de las generaciones más jóvenes.
Y ahora, ¿qué ha pasado con las relaciones de pareja? La posibilidad de localizar por medio de GPS a cualquiera en tiempo real, de hacer una videollamada, de ver la última conexión o si está en línea en WhatsApp o redes sociales, o si ya recibió y leyó tus mensajes y a qué hora lo hizo han permitido grandes avances en cuanto a posibilidades de comunicación, seguridad y conectividad, pero también han sido motivo de peleas, celos, reclamos y hasta rupturas. Pareciera que ahora ya estamos familiarizados y hasta cómodos con la idea de vigilar y estar vigilados.
Paradójicamente, entre más podemos ver, conocer y vigilar al otro, más ansiosos e inseguros nos volvemos. Antes, si alguien te preguntaba dónde estabas podías responder cualquier cosa, ahora no basta con confiar, sino que las posibilidades tecnológicas hacen que esa persona que desea saber dónde te encuentras te pueda pedir que le compartas tu ubicación en tiempo real o que le hagas una videollamada. Antes, cuando chateabas y decías “me voy a dormir” podías seguir conectado chateando con otras personas y de quien te despedías no tenía forma de comprobarlo, así como cuando te mandaban un mensaje, lo podías leer y dejarlo sin responder hasta olvidarlo y luego decir “no me llegó”; ahora es imposible recurrir a estos pretextos. Si traigo a cuento estos ejemplos no es porque esté a favor de la mentira ni de los pretextos, solamente los menciono para ejemplificar con mayor claridad cómo han cambiado estas tecnologías de comunicación nuestra manera de relacionarnos, y no necesariamente para acercarnos más unos a otros, para llevarnos mejor, para confiar, sino para desconfiar más y pelear. Lamentablemente, por varias frases como las siguientes surgen como motivos de pelea: “me dejaste en visto”, “estabas en línea”, “estabas escribiendo”, “¿por qué le diste me gusta a esa foto?”, “¿por qué sigues teniendo en tu Facebook a tu ex y no has borrado tus fotos con él/ella?”.
Quizá sería un buen momento para darnos cuenta de que una mayor conectividad no necesariamente significa mejor comunicación y éxito en las relaciones interpersonales. Y quizá sería un buen momento para preguntarnos qué tanto han cambiado nuestros hábitos en relación con los smartphones y las redes sociales y cómo han impactado en nuestras relaciones con los demás. La próxima vez que olvidemos el celular en casa y nos regresemos por él, aunque lleguemos tarde a nuestro destino, podremos preguntarnos por qué es tan importante este dispositivo, cuáles necesidades satisface y si en realidad lo utilizamos para comunicarnos mejor y acercarnos más a nuestros familiares, amigos, parejas. Así le daremos un uso más consciente y responsable, y quizá menos dependiente y más saludable.