Hace unos días me percaté que últimamente me he encontrado con ciertas cuestiones propias de la magnificencia del ser humano, es decir, también conocidas como pendejadas ambulantes: que si la envidia, que si el rencor, que si la faja no me agarra la lonja, que si ya me la agarró y ya no respiro, vaya, todas esas cosas que le pasan a uno a lo largo de su aprendizaje como ser humano (la verdad es que me quise leer muy profesional).
En la vida hay sucesos que marcan tu futuro invariablemente, para bien o para mal, y en mi caso fueron cruciales. El primero de ellos fue resignarme a que soy hija única hasta que se demuestre lo contrario. Siempre quise un hermano más grande (hombre, obvio), aunque creo que en el fondo dije eso porque en ese orden mis padres ya no podían cumplirlo.
Me crié en el IMSS, literal; mis sacrosantos padres siempre trabajaban y yo recuerdo andar en las brigadas de vacunación con las enfermeras de la clínica donde mi jefa laboraba. Ni ella es enfermera, ni las enfermeras a las que acompañaba eran mis tías, pero alguien tenía que cuidarme y de paso decirme que si hacía algo mal me inyectarían, de ahí mi trauma y adicción a los eternos tratamientos con pastillas para la gripe.
El segundo suceso importante fue cuando tenía como 11 años. Aquellas dos figuras imponentes en la casa (mis papás) me gritaron que entrara y dejara a mi súper vecino que, cabe mencionar, era el único que jugaba conmigo, aunque creo que era porque me robaba mis dulces, por eso no me explico mi gordura juvenil si ni me los comía. En fin, dejé a mi cuate, mis dulces y, claro, entré a la casa.
Pues Char (mi papá) estaba en la cabecera del comedor y Cachis (mi mamá) en la silla de junto, en ese momento estaba el periódico Reforma en la mesa, era domingo (desde ahí todos los domingos se compra el periódico sin falta y con la sección de chismes para mí). Char dejó su sección de deportes, no me dejó ni sentarme, recuerdo estar paradita entre los dos; escuché el ruido de mi papá cerrando el ejemplar dominical y con ese tono que tienen los papás como de ‘mira cómo no me afecta lo que te voy a decir’, me dijo amablemente: «Pues bueno Kenya, mira, la situación es que tu mamá y yo estuvimos platicando y fíjate que nos vamos a divorciar, para eso te hablamos, para que nos digas con quién quieres vivir.»
Obviamente mi mamá volteó como Linda Blair en «El exorcista» y le dijo «hijo, de tu…(perdón abuela pero si se pasó) ¿cómo le dices eso a la niña?». Ese día entendí que mi papá siempre quiso un niño, un hijo, un varón (por algo me trajo vestida de azul mis dos primeros años de vida, y es real); yo no podía quedarle mal, aunque no lo era y no lo soy, ese día me comporté como un buen machín de esos, de los rudos, de los que no lloran, de los que sólo aprietan sus puños y sus nalguitas y le dije: «ah, pues sí, papi, está bien, me quedo con mi mamá (al fin que a mí tampoco me afectaba)».
Salí de la casa y el pinche Juan Manuel ya se había tragado mis panditas y las moritas que me escoreaban la lengua, ahora sí tenía un motivo para llorar, pero como buen «niño de esos», de los culeros, fui a ver a la doña de la tiendita y le dije que me diera 2 moritas y que se las anotara a Juan, aunque seguro algún día le pagué esas deudas también. Por alguna extraña razón, mis jefes se divorciaron un 8 de noviembre, cada año casi se felicitan y desde esa fecha se llevan mejor que antes: duermen juntos, Cachis lo deja irse de pedo, Char agarra el pedo y todos somos buen pedo. Sí, es raro, están divorciados y viven juntos, eso a raíz de que Char en un momento de ofuscación expresó una absurda frase: “pídeme que me quede y me quedo”… ya se imaginarán el drama, luego se los cuento.
Entonces llegamos al tercer suceso, basado en mis épocas adolescentes en la escuela en la que fui desde primero de kinder, la cual me dio las gracias por participar en el penúltimo año de la prepa. Creo que éste iba después del siguiente suceso o al final pero, bueno, retomando: supongamos que no pasé una materia y supongamos que fue un error de cálculo (literal); ya imaginarán a mi mamá en crisis cuando se enteró, toda la vida queriendo que su hija terminara sus años escolares ahí y la morra viene y la caga, como si le pagaran por ello.
Indudablemente, lo que para ella fue el “acabose ” para mí fue lo mejor (siempre le digo eso a Cachis, para que lo supere. Llegué a «la escuela de los corridos», bueno, así le decían y fue entonces cuando desperté, creo que estuve como en un tipo de coma diabético muchos años: antes era muy aburrida, es decir, ahora también lo soy pero ya es por decisión, y a partir de ahí me volví sociable, desarrollé mi instinto de adaptación o supervivencia, como quieran llamarlo, pero sobre todo aprendí a querer, extrañar y valorar.
El cuarto suceso importante fue la muerte de la abuela, mamá de Cachis, de la que más me acuerdo, porque de mis otros abuelos dicen que hasta les ayudé a irse casi cuando nací, o a los muy pocos años… sí, soy de esas que me apadrinan y los mando al hoyo (literal), por favor nunca acepten ser mis padrinos y prometo nunca pedírselos en un estado vulnerable. Con mi abuela nunca conviví mucho, bueno quizá una vez al año, en Nochebuena, cuando cenábamos a las 10:30 pm, porque nos aplicaba la de «las visitas tienen sueño» y a chingar a su madre, fuera de aquí.
Su último año de vida estuvo en casa, con nosotros, los que nunca frecuentaba, los canijos que no jamás estábamos, ya saben, en todas las familias hay de esos, bueno, pues “esos” éramos nosotros, y lo más raro es que aunque no tenemos muchos recuerdos la extraño, o por lo menos extraño su delicada voz cuando me gritaba para que le sobara sus patitas, aunque la verdad siempre le olían a queso y se lo decía, pero creo que pensaba era broma por que solamente me decía «sí, sí, sí, pero tú sóbale más fuerte».
Ya para el quinto suceso, me voy dando cuenta que tengo muchísimos más y que no me dejarán publicar tantos, pero dicen que no hay quinto malo. Allá por la edad de los 16 años, antes de que me corrieran de la escuela que les conté, hábilmente a mis amigas y a mí se nos ocurrió hacer una fiesta y cobrar la entrada, cabe mencionar que no juntamos pero ni para la luz de ese mes y pagábamos como 250 pesos. Necesitábamos unos papás pocamadre, alivianados, que nos dejaran echar desmadre pero sin ser abusivos, ¿dónde encontraríamos esos? Pues sí, aquí su servilleta puso la casa, ya se imaginarán el magno evento: luces ultravioleta, rojas, amarillas… sí, lo sé, parecía tugurio de mala muerte y no teníamos ni variedad.
Quitamos los muebles de la sala, de hecho, ahora que recuerdo, nunca pude armar bien el pinche comedor y siempre se caía después de esa pachanguita; a los focos les pusimos papel celofán de colores, era una fantasticidad, algo como los bares y antros de muy bajo presupuesto, ni finjan que no conocen alguno de esos lugares porque todos tenemos un pasado tormentoso. Pues aquí entre nos yo estaba aprendiendo a manejar, pero me sentía una experta al volante, me habían comprado un vocho azul marino del año, impecable, hasta le habían puesto un estéreo poca madre, de tocacintas porque era la moda.
Total, que alguien dijo «ya no hay hielos», entonces la hija de Schumacher, obvio yo, en chinga que agarro las llaves del vochito, salí con una amiga y le dije: «vente, nosotras vamos rápido a la tienda». En ese momento no me percaté que mi casa es la última de un fraccionamiento construido estratégicamente de bajada, y que hábilmente como buena mujer principiante, me había estacionado con la cola del vocho hacia la mismísima bajadita… ah, y que atrás del vocho estaba la bomba de agua, pero como toda una profesional le dije a mi amiga: “oye, abusada, fíjate bien, a la de tres le vas a quitar el freno de mano”, mi amiga, sin manejar pero buenísima en matemáticas (por eso me la llevaba) me dijo ‘sí, sí, sí, tú dale’, entonces empezó la crónica de un castigo anunciado.
Confiada en sus cálculos matemáticos y nuestra excelente coordinación, las dos empezamos a contar…
Las dos: «¡Una, dos…!
Yo: ¡No mames, te dije que hasta tres!
Ella: ¡Estúpida, sí dije tres!
No me quedó de otra que hacer un acelerón como de microbusero atropellando un ciclista y nos fuimos; acto seguido, me contó Cachis porque yo ni me enteré en el momento, Don Char salió atrás de nosotras, nos fue siguiendo y nunca nos alcanzó, tanto así que se regresó a la casa (la verdad yo iba con las anginas ya saben cómo) llegué a la tienda con una defensa doblada exactamente por la mitad, colgando un pedazo de tubo, blanca del susto y diciendo: «¡no mames, me van a cagar!»
Regresamos al tugurio casero con los hielos en la mano y hasta una cerveza pa’l susto, escondida estratégicamente en la chamarra de mi amiga porque en la puerta estaba Char, quien siempre ha tenido esa capacidad de mentarte la madre con una mirada y todavía te da chance de que pienses que no te va a cargar el payaso, o que le dará un accidente vascular cerebral (no es cierto, jefesito, ya toqué madera y hasta la estoy tragando) y que al otro día se le va a olvidar; ambos sabíamos lo que venía, pero él estaba en su papel de padre buen pedo y solamente me dijo: «dame las llaves, estás castigada».
No sabía si reír o llorar de los nervios, en fracción de segundos le entregué las llaves y me metí a mi barsucho a tomar «Los Reyes» con tantita coca. Cabe mencionar que pude manejar como a los 20 días que Char se fue de jarra con sus cuates y no quiso llevar a Cachis al mercado en domingo; yo era la más agradecida, imagínense, me ‘descastigaba’ en menos de un mes y me dejaba ir con Cachis al mercado. Luego entonces, ni me pregunten qué hago actualmente cada domingo entre 11:00 y 4:00 de la tarde porque, créanme, las costumbres se vuelven leyes.