Por Mario Martell Contreras
Y su nombre era multitud. Puebla es la cuna del periodismo político independentista y transgresor. La Abeja Poblana, impreso publicado por Juan Nepomuceno Troncoso Bueno.
Abundaban en Nepomuceno Troncoso las profesiones. Lo mismo era poeta que abogado, político que periodista y hasta sacerdote. Juan Nepomuceno ha sido omitido y quizás olvidado. En las escuelas de comunicación y de periodismo se prefieren los grandes nombres. Nepomuceno, para la historia local, tenía un leve defecto: era veracruzano. La Abeja Poblana se vendía en la ciudad de México, en Oaxaca y en Veracruz.
Y su nombre era tinta y offset. El general José García Valseca promovió que el 7 de junio se haya institucionalizado como el Día de la Libertad de Prensa. El 7 de junio de 1951, durante el gobierno de Miguel Alemán Valdés, por primera vez, dueños de los medios de comunicación y el presidente celebraron esta alianza. La prensa era para el Estado y el Estado requería de la prensa. El general García Valseca creó los “soles” en todas las regiones del país. El presidente en turno abrazaba a García Valseca. El Estado tenía a su vocero. A su impresor. A su verdad.
El apocalipsis del periodista
Quedarse en la provincia es asumir los riesgos de la marginalidad y los injertos de la barbarie cotidiana.
En las sociedades provincianas el periodista es el héroe mítico, el prohombre con su estatua en el paseo escultórico que algún político de moda le dedica.
Consuelo de lo efímero, la estatuaria es la única gloria para el prócer. La otra es ser José Revueltas o teñirse de niño héroe en los párrafos de las crónicas monsivaítas.
El periodista del edén gentrificado es devenir consejero que con El libro rojo de Mao en mano le aconseja al político la revolución, aunque esta sea institucionalizada. Es, a veces, pero con mucho infortunio, el Maquiavelo que sé que siente iluminado y que le ofrenda la estrategia travesti para hacerlo mesiánico mientras de modo rimbombante brinda por su destino.
El periodista es el vehemente orador consumado que ha preferido las letras que la gloria de la oratoria venal. O al revés, es el vehemente orador venal que destaza las tragedias con misoginia encapsulado en una cabina o, bienvenidas sean las transmisiones en vivo, desde su streaming favorito.
En las sociedades fundadas por el culto a la palabra, el periodista es el conductor de las masas que pretende incendiar con sus invectivas la transformación del mundo.
El periodista es el Homero de una sociedad necrófila. O es, a veces, el incrédulo frente a las fuerzas del poder que ocupa la palabra para aguijonearlo.
En las sociedades provincianas, aquellas en la que los políticos se transportan en su Escalade y no en el transporte público, o por lo menos en taxi, los periodistas le aportan a la historia local, el confesionario y la apología de los héroes sexenales.
El periodista quiere mimetizarse con aquello de lo que escribe.
El periodista añora su Escalade y su avioncito. Su isla en las Bahamas y su cohorte de seguidores y aduladores. El periodista quiere mimetizarse en el superyó del político. En su motor inmóvil y en el habitante de sus fantasías emperifolladas por el latigazo de la libido.
Frente al tradicionalismo del mundo moderno en las sociedades barrocas y provincianas, porque la modernidad no se mide con el número de segundos pisos de una ciudad, por sus plazas comerciales o por sus metros de concreto hidráulico, el periodista imita al integrante de la clase política, el político quiere ser periodista o por lo menos migra a las funciones del periodista, y esa frontera entre poder e información se difumina.
Son las potencialidades celebridades que repiten una y otra vez las jaculatorias del poder. Son la coreografía del devenir poder, como bocetea Monsiváis a los periodistas en la Zona Rosa en su Apocalipstick.
“En los restaurantes, los hombres de negocios departen con los políticos, y los periodistas obtienen las noticias exclusivas que, por lo común, jamás publican. Allí se traza el Hit Parade del tan odiado Mexiquito, los rumores devienen cosa juzgada, y en las sobremesas se organizan las complicidades”.
Pero poco a poco, el país se moderniza. Las celebridades requieren nuevos maquillajes. Otros trajes. La brusquedad del proscenio, porque las exclusivas que el periodista calla y jamás publica son la punta del iceberg. Y helas aquí.
Los periodistas dejan de ser los estudiantes desertores de las universidades. Los outsiders que han devorado literatura, rock progresivo y cumbias, alcohol y la decepción de la militancia política, amores platónicos y amores contingentes, ese híbrido entre poesía y sociología, para dejar su espacio al periodismo emprendedor, porque el marketing dictaminó que no existe el que carece de branding.
Los periodistas dejan de ser los kamikazes de las redacciones que al terminar la edición acaban cenando con doña Marilyn Molot o en alguna taquería que ha naufragado en la madrugada.
Los periodistas dejan de ser los que aprendieron el oficio desde el taller y la formación de las planas hasta cruzar por las pantanosas fuentes informativas; por supuesto, sin olvidar la nota roja, y “ya que escribes tanto, pues escríbete la columna”.
Las tribulaciones del periodista
Mientras en el interior de la república mexicana, los periodistas viven, en su mayoría, en condiciones precarias y cumpliendo diversos trabajos, el poder político celebra con fanfarrias el Día de la Libertad de Expresión el 7 de junio.
El periodista en las periferias es un milusos que resiste a la línea editorial de algún monopolio informativo, que intenta sobrevivir compitiendo con las sensaciones informativas y emocionales de las redes sociales, e intenta, en los lugares más peligrosos del país, sobrevivir a las estadísticas que han convertido a México en el país de mayor riesgo para el ejercicio periodístico.
El periodista patea el avispero, pero no para tomarse una selfie o para ganar el rating, sino porque el mundo requiere ser bullicioso y carnavalesco, celebración de la carne y rumor de lo vivido; el periodista de la periferia es tan periferia como aquel sepulcro en Viernes Santo.
En tanto, la clase política, eufemismo para referirse al grupo dominante que posee recursos económicos políticos y simbólicos para generar los consensos que le permitan gobernar, haciendo de los escándalos la norma, conserva su papel de mecenazgo y de control hacia ciertos sectores periodísticos.
Las loas que el poder político dispensa el Día de la Libertad de Expresión hacia los periodistas están en función del deterioro de la calidad periodística.
“Dime cuánto me elogias y te diré cuánto te necesito”, diría el clásico.
Rutinizados en prácticas poco imaginativas, los periodistas de la República Letrada e Iletrada, de ese espacio anticelestial que inicia saliendo de la calzada Ignacio Zaragoza hacia la otra periferia, reciclan muchas veces los boletines de prensa de las oficinas de gobierno porque es la única manera de sobrevivir a la vida informativa.
En muchas ocasiones, los periodistas se han creído aquel ingenioso dogma de la prensa priista en la que la “prensa es el cuarto poder”.
El espíritu del general García Valseca se ha apoderado de sus mentes. No hay nada más peligroso que una ideología disfrazada de ocurrencia de café.
Quienes le han apostado a ese viejo dogma de catecismo prefiguran una condición de riesgo para la sociedad cuando los poderes fácticos se enciman unos a otros y se disputan el espacio que el Estado mexicano había ganado.
Peor aún, esa tradición “poderosista” ha conducido a los periodistas a un callejón sin salida.
Por un lado, ese deseo de ser el “cuarto poder” ha alejado a los periodistas de la sociedad, los ha transformado en correas de transmisión del poder y ha provocado el desdén de las personas hacia el ejercicio del periodismo.
Quieren ocupar el sitio que Platón en su República les otorgaba a los filósofos para que solamente el rey filósofo fuera el buen gobernante. Por eso ya nadie cree en los periodistas, o no a todos, pero sí a la mayoría, porque se postraron a la efigie de García Valseca, y añoran el 7 de junio, el Otro sombrío, y anhelan que el productor de la Verdad los abrace con aletazo de caguamo.