Por Marco Alejandro Ramírez
La belleza de las flores, los árboles y, en conjunto, la floricultura mexicana, cautivaron a un ingeniero agrónomo de origen italiano llamado Mario Calvino y a su esposa, la profesora Eva Mameli.
Su amor por esta tierra llevará a Don Mario a tomar decisiones aún más arriesgadas que la simple experimentación con cactáceas, pues se alistaría a las filas de Pancho Villa para hacerle frente al autoritarismo de Porfirio Díaz. Aun cuando había obtenido un importante cargo en el ministerio de Agricultura: la Jefatura en la División de Horticultura de la Estación Agraria, el amante de las flores decidirá, con amargura, abandonar México para refugiarse con su esposa en Cuba donde nacerá su hijo, Italo Calvino, el 15 de octubre de 1923.
Si bien Italo tuvo una estancia muy corta en la isla no olvidemos que, de no haber sido por la Revolución mexicana, el genial escritor hubiera nacido en tierras mexicanas. Afortunadamente, su relación con nuestro país mantendrá en el futuro algunas “ramificaciones”.
Cuando sus padres regresan a Italia, inicia sus estudios en Agronomía en la Universidad de Turín, donde su padre era profesor de Agricultura Tropical. Pero al poco tiempo abandona la facultad, pues tiene en mente una fascinación más grande, la de la escritura.
Los mundos arbóreos que fascinaron a sus padres volverán a florecer en su novela más memorable, El barón rampante publicado en 1957. Dos años después de la publicación de Pedro Páramo de Juan Rulfo.
Empecemos a seguir el rastro de Italo Calvino y las posibles raíces mexicanas que en realidad nunca tuvo y quizá por eso, nunca perdió.
Pensar en la posibilidad de que Italo Calvino leyera al escritor mexicano es algo demasiado “fabuloso” y, sin embargo, real. Italo no solo fue lector de Rulfo, sino que lo propuso como uno de sus candidatos para obtener el Premio Nobel de Literatura a pesar de su brevísima producción literaria.
No sabemos si Calvino se inspiró en Comala –el pueblo fantasma de Rulfo– para crear sus ciudades invisibles. Pero de lo que sí podemos estar seguros es que en una de sus visitas a México, concretamente a Oaxaca, el escritor se encontró con el árbol del tule. El árbol con el diámetro más grande del mundo. Los que estuvieron con él sostienen que quedó boquiabierto ¿Fue este árbol que daría origen a la historia del niño que decide subir a los árboles para no volver jamás a pisar la tierra? ¿El barón que sube a las copas de árboles enormes, como aquel tule oaxaqueño, para encontrarse con personajes extraordinarios?
Como en El barón rampante, las novelas que componen la trilogía de Nuestros antepasados demuestran una soledad autoimpuesta que raya en una desolación devastadora. Todos han perdido una parte de sí mismos, siguen vivos, pero ya no existen en absoluto. Solo una ardua disciplina y férrea voluntad de cada protagonista los mantendrá a flote, como si se tratará de un lejano reflejo de Pedro Páramo.
Tal es el caso del Vizconde Demediado. La fantástica historia de un hombre que es partido en dos por la bala de un cañón y se convierte en dos personas. Un hombre malo que disfruta de hacer daño y produce dolor a la parte buena, que ahora es otro hombre. Ambos se enamorarán de Pamela. Aquí el Vizconde representa, según dice el propio Calvino, la aportación a sentirse completo por encima de las mutilaciones impuestas por la sociedad. Todos estamos incompletos y cada encuentro entre dos seres en el mundo siempre será un desgarrarse en dos.
Las semejanzas de la breve obra rulfiana continúan con El Caballero Inexistente, un soldado cuyos preceptos son tan estrictos que no se ha dado cuenta que está muerto como ciertos pobladores de un pueblo fantasma. Pero a diferencia del temor que pudieran experimentar las voces y sombras de Comala, la historia del caballero Inexistente resulta más bien tierna por las implicaciones de “No ser” más que una armadura motivada todavía por la autodeterminación o la terquedad. Tan fuertes son los anhelos del hombre aferrado a sus convicciones.
Para Calvino está trilogía parece decirnos que para estar realmente con “los demás”, el único camino es estar “separado” de los demás. Incluso separado de uno mismo. Por eso, su propia escritura, alcanza un nivel de sofisticación muy refinada. El autor se desdobla para convertirse en otro escritor, más allá de sus propios límites, si es que alguna vez los tuvo. Sus personajes en adelante serán sustancias del espacio con una asombrosa consciencia de lo infinito como en Las Cosmicómicas. Su nivel es más bien borgeano, al crear nuevos escenarios como en Las ciudades Invisibles. En la cual fuerza al máximo su potencial creativo.
Los personajes de Calvino a diferencia de la atmósfera de Rulfo o Borges, no son tan densos a pesar de que suele ubicar sus historias en tiempos remotos como la Edad Media, la Ilustración o el infinito. De hecho, el nivel más elevado, paradójicamente son sus personajes más sencillos. Aquí podemos citar a Marcovaldo, una suerte de Charles Chaplin, que tiene una increíble capacidad de asombro ante las cosas más insignificantes que ofrece la naturaleza. Así como situaciones límite que solo un alma pura y noble puede distinguir en medio de una ciudad y su gente que ha olvidado la contemplación de las estrellas o el nacimiento de unas setas en medio del concreto.
El último caso que podemos citar es la novela Palomar, otro alter ego de Calvino, que en sus viajes por el mundo, siempre mantiene la capacidad de sombro intacta. Lo vemos ir de compras o en una playa nudista con ciertos apuros, pero también recorre el extranjero y visita Japón y, por supuesto, México.
Este retorno del señor Palomar en forma del autor describe las ruinas de Tula, y se pitorrea con sutileza del guía de un grupo de estudiantes que trata de explicar la historia de Quetzalcóatl. Quien al no saber interpretar los símbolos de la serpiente y la calavera, se excusa detrás de la frase: “no se sabe lo que quiere decir”.
Hasta aquí pudimos forzar algunas semejanzas, pero en la correspondencia que Calvino intercambió con el historiador mexicano Fernando Benítez da cuenta de las invitaciones que recibió por parte de la televisión mexicana para participar en un programa de escritores de ciencia ficción. En broma sostenía que no sabía por qué lo invitaban a él.
Durante la preparación de un ciclo de conferencias para la universidad de Harvard, es ingresado en el hospital de Santa María della Scalla de Siena, donde murió de una hemorragia cerebral. Aquella fecha fue fatídica también para México, pues ambos acontecimientos ocurrieron el 19 de septiembre de 1985, el día en que México se convirtió en una ciudad invisible.