Por Julieta Lomelí / @julietabalver
- La ficción del altruismo: La tristeza, la locura y el sufrimiento retorcidos por el espectáculo, se han vuelto situaciones que no consideramos con la seriedad que merecen. A veces las volvemos un fetiche o el entremés para el cotilleo con los amigos: burlarse de quien parece ser que “ha enloquecido”. En esta época conformada por pequeños universos, por individuos que se creen el universo entero, hombres y mujeres de este «capitalismo digital», muchas veces son narcisos deplorables que se acercan con morbo al dolor ajeno para alimentarse de él, para jactarse de que no están peor que el prójimo, para reírse, para lucrar con ello, pero jamás para mostrar, al menos, migajas de empatía.
Vivimos en una sociedad que idolatra la depresión, que encuentra graciosa la locura, la hipomanía y la genialidad de cortarse una oreja, pero que se asusta cuando alguien muy próximo a ellos se desploma o se sale de sus cabales para volverse un maníaco. Fantaseamos con el vagabundo, con el raro, con el esquizofrénico, el del tourette, con el psicópata, con el hombre triste destajado por dentro. Nos gusta ver películas de depresivos, de suicidas, de psicóticos, de homeless; pero si tuviéramos a alguno así cerca, seguro no le aventaríamos ni una moneda. Ni le dejaríamos más allá de un post o mensaje cursi en su celular: «ánimo amigo, estoy contigo», «te quiero, si me necesitas ya sabes que aquí está mi WhatsApp».
Dialogamos con los dedos y con mensajes discontinuos, desde la comodidad de nuestro sillón y a la distancia, con ese amigo deprimido que ni una visita nuestra merece.
- Compasivos de facebook: Leemos mensajes en redes sociales que gritan sufrimiento, algunos, posibles emergencias que podrían terminar en suicidio; otros, son explícitamente el naufragio anunciado a un “público” siempre indiferente. Así pues, la “atención” a tormentas emocionales del prójimo se ha vuelto un mero espectáculo de altruismo simulado. El dolor ajeno también se ha convertido en el pretexto ideal para mostrar una falsa compasión y pasar como buenas personas ante los demás.
Los buenos augurios han quedado grabados en facebook, mientras que el «amigo triste» toma una pistola y decide sobre su vida o la del prójimo.
- Suicidios y pandemia: Es difícil, y más en tiempos de pandemia y en un país en el cual no se piensa demasiado en la salud mental, mantenernos en nuestros cabales. La crisis sanitaria derivada por la Covid19 ha sido la gran detonante de un montón de crisis más que no habían sido resueltas en el pasado, y que probablemente sólo se agravarán en el futuro. La pandemia fue el síntoma que develó la metástasis de un paciente crónico: el México sumido en la violencia, en la falta de valores manifiesta en un tejido social roto, exhibida en la falta de comunitarismo y empatía hacia los demás.
La estadística no miente y según cifras de la Dra. Corina L. Benjet del Instituto Nacional de Psiquiatría, en este año de pandemia, tan sólo en la Ciudad de México, hubo un 70 por ciento de exceso de mortalidad causada por suicidio, mientras que, en el resto del país, las crisis de ideación suicida y las llamadas de emergencia por dicho motivo nunca habían sido tan altas como en el último año.
- El Estado que enferma, la sociedad que juzga: El olor fétido a individualismo, a adicciones y violencia provocada por el tráfico ilegal -no sólo de drogas, sino de infinidad de objetos y personas- construye una sociedad que tiende hacia la autodestrucción, aunado a ello, merodea entre nosotros una insuficiencia presupuestal -y una falta de voluntad por parte del Estado- para atender y tomarse en serio la salud mental. Las consecuencias van más allá de la vigencia y continuidad de una comunidad egoísta. La tragedia no es sólo vivir en una sociedad contradictoria y de mayoritaria indiferencia colectiva, que por un lado se repite a sí misma la importancia de la religión y los valores compasivos del catolicismo, pero que al mismo tiempo no es capaz de socorrer a quien pide a gritos ayuda. Sino que es peor aún porque se agrava con la pérdida de vidas y la precariedad en la que muchos pacientes y posibles pacientes con trastornos mentales, depresiones agudas y otras neurodivergencias, sufren día con día al no ser cabalmente atendidos por el sector salud. Ni tampoco considerados por una sociedad que tiende a minimizar -con indiferencia o sugerencias como “echarle ganas”- cualquier sufrimiento y padecimiento que no sea completamente “físico”.
En México generalmente se enfrenta a la enfermedad y a la muerte con fe, no con prevención ni conciencia ciudadana; tampoco con mejoras o con un presupuesto mayor para las entidades de salud pública. En México se enfrentarán las secuelas psiquiátricas postCOVID con rezos, con autoridad moral, con un “échale ganas”, con una moralina que condena la fatiga crónica, que la confunde con flojera o que juzga a la depresión con ingratitud ante la vida. Pero ellos, nuestros pacientes post covid con trastornos psiquiátricos si no tendrán un seguro para solventar la psicosis, mucho menos tendrán un respaldo para solventar la crisis financiera personal que muchas veces es consecuencia de una disfuncionalidad cognitiva y emocional.
Entre tanto seguiremos enfrentando el sufrimiento y los retos de salud mental -como la depresión, el abuso de sustancias, los trastornos psiquiátricos derivados por el confinamiento, la violencia intrafamiliar, y el duelo por nuestros muertos cercanos- con cajas chinas, con conferencias cómicas y a la vez patéticas de prensa, y por supuesto, con una buena dosis de atole con el dedo.
- El histrionismo de la tristeza: Pero tampoco se necesita estar deprimido para anunciar a todos que se está deprimido (maníaco, suicida, compulsivo, mal pero invisible ante ojos cotidianos) para provocar compasión innecesaria, inútil, y ninguna solución. Se necesita terapia, ayuda profesional, quizá fármacos y sobre todo políticas públicas que prioricen la salud mental. También se necesita dejar de romantizar las psicopatologías, dejar de desear tener algo para parecer interesante, eso es terrible y confundir tristeza con depresión o alegría con manía, a veces es desperdiciar recursos públicos que podrían ayudar a un suicida.
No es necesario etiquetarse en ninguna «neurodivergencia», no es necesario causar pena, es imprescindible educar a la población para aprender a distinguir y a trabajar con sus emociones, para evitar la medicalización de la vida, o por otro lado, la subestimación de un posible suicidio. Y por ahora, no estaría de más echarle un ojo público y divulgativo a las secuelas psiquiátricas que cada vez se agravan en quienes han padecido Covid.
Pero el panorama no es alentador, porque a veces no tenemos ni honestidad propia, ni una política pública clara para educarnos emocionalmente, para que los tratamientos tengan gratuidad (a veces son demasiado costosos), ni tampoco mucha empatía social con respecto a estos temas. Con empatía también se incluye el no asumir diagnósticos que no se tienen y el no automedicarse, el no intentar llamar la atención con algo tan delicado como la pérdida de la salud mental.
Acerca de la autora:
Julieta Lomelí Balver (1988)
- Escribe en Laberinto (Milenio), en Filosofía&Co (Herder, España) y en Revista 360 (Puebla, México).
- Mujer de trasmundo. No es apta para “esta orilla”, pero sí para construir en granito, una isla interior donde habitan monstruos marinos, amenazas metafísicas y todo un océano de excedente de sentido. Escribe ensayo y arrenda un piso en el costoso edificio de la filosofía.