“Era como si el cielo se cayera a pedacitos: caían estrellas verdes, amarillas, casi naranjas. Y lo único que teníamos era su luz, no había alumbrado público. A veces parecía que estaba dentro de un sueño o en un cuento de hadas”, dice Ricardo González, de 81 años, sobre su infancia en este pueblo, que resulta ser el mayor sitio de avistamiento de luciérnagas en México.
Habla de tiempos lejanos, la década de los cincuenta, mucho antes de que el turismo descontrolado, la sequía, los incendios y la agricultura amenazaran esta especie. Ricardo es uno de los propietarios del ejido de San José, uno de los sitios con senderos para mirar cada año el “espectáculo” de las luciérnagas en su época de reproducción. Habla de esos tiempos en que sus luces parpadeantes inundaban el pueblo, los patios y jardines, las calles y casi cualquier rincón; tiempos en los que había tantos insectos que era difícil caminar sin hacerles daño, que convertían el paisaje en una cascada de luces más digna de una fantasía que de la realidad.
Nanacamilpa es un poblado de apenas 18 686 habitantes, uno de los sesenta municipios de Tlaxcala, el estado con menor superficie del país. En esta pequeña ciudad, del estado más pequeño, las cosas pequeñas importan. Tanto que su nombre significa en náhuatl “tierra de hongos”. Las más de doscientas especies identificadas en esta zona salpican el paisaje con sus colores. Hubo un tiempo en que estos seres tan particulares, que no son ni plantas ni animales, causaban fascinación entre pobladores y herbolarios, pero hoy las pequeñas luces son las que acaparan las miradas.
Aún tiene claras las imágenes de cuando las atrapaba con su sombrero, jugaba a apachurrarlas contra su pecho y esparcir ese líquido luminoso sobre su ropa para usurparles el don de brillar en la oscuridad. Desde que el Santuario de las Luciérnagas se convirtió en el vórtice del turismo en el estado, decidió nunca visitarlo. Le parece absurdo pagar por algo que fue suyo durante tanto tiempo y está seguro de que aun en las noches más claras, esos bosques luminosos de su infancia se apagaron. “Me quedo con lo que recuerdo”, dice. “Las nuevas generaciones no saben lo que es eso, mejor que vayan ellos, mientras puedan”.
No es accidental que las luciérnagas hayan hecho de este sitio su hogar. A más de 2 700 metros sobre el nivel del mar, la mayor parte del municipio está cubierto por relieves y montañas, donde la densidad del bosque templado mantiene un clima húmedo y frío. El follaje protege a la tierra y a los insectos de los rayos del sol que elevan la temperatura y secan todo bajo su manto. Ese frágil equilibrio es lo que permite que el bosque se llene de luces.
Ricardo también ha visto al verde espeso reducirse frente a los extensos sembradíos de cebada, maíz, trigo y avena. “Cada vez se hace más y más tierra de cultivo y ya nadie siembra como antes”, cuenta el ejidatario. “Todo lo hacen máquinas y todos usan químicos porque la tierra solita ya no puede”. Hubo un tiempo en que dependía de las cosechas, pero la producción era cada vez menor y el costo por fertilizantes e insecticidas incrementaba, hasta que un día la degradación de la tierra hizo que ya no fuera un buen negocio y prefirió concentrarse en los servicios turísticos. Las partículas de estos químicos se mueven por el aire y llegan fácilmente hasta el Santuario, donde enferman a otras plantas e insectos que, como las luciérnagas, no son una plaga. Aquí, además, la tala sigue siendo una actividad cotidiana. Tan sólo en cinco años, según el Centro Fray Julián Garcés, se han perdido 13 780 hectáreas de bosque en Tlaxcala: diez veces la extensión del Santuario. Sin árboles, las luciérnagas están desprotegidas ante las inclemencias del calor y con los sembradíos tan cerca viven bajo una amenaza química.
En este lugar, donde las pequeñas cosas importan, hay un insecto de medio centímetro capaz de matar árboles. Los descortezadores son una de esas plagas contra las que los campesinos y madereros tratan de defenderse sin éxito. El aumento en la temperatura hace que su reproducción sea más rápida, más eficiente, más difícil de controlar. Cortar los árboles y destruirlos es el único remedio. Pero, en 2021, el problema ha sido mucho mayor. Pueden verse áreas muy amplias dentro del bosque donde sólo quedan vestigios de lo que alguna vez fue un árbol y, a su alrededor, cientos más tienen ya en su superficie la huella inconfundible de la enfermedad: gotas de resina que escurren por el tronco. Con estos miles de árboles talados, las luciérnagas han perdido su hábitat y miles de personas, su ingreso.
Dentro del municipio, Nanacamilpa es la única localidad que no se considera rural, pues ahí se concentran las actividades comerciales y, recientemente, las manufactureras. Todo alrededor son casas de madera, caminos sin pavimentar y sin alumbrado público. Al estar a dos horas de la capital mexicana, el envío de productos que se fabrican localmente tiene costos bajos, pero la competencia es mucha. Según el Inegi, 58% de la población vive en pobreza. La llegada de miles de turistas es un alivio para la población y los servicios turísticos representan más de 14% de su economía.
Nadie sabe bien cómo comenzó esta vorágine, quién encendió la luz para atraer a miles de turistas que, en 2019, dejaron 48 millones de pesos en apenas 52 días de actividad. Ocho años antes se había publicado un decreto que abría estos espacios a los visitantes, pero ni las propias autoridades pueden dar detalles de cómo inició la explotación de este recurso milenario. La zona de reproducción de las luciérnagas abarca tres estados: Tlaxcala, Puebla y Estado de México, pero sólo en Tlaxcala se le nombró “santuario” y sólo ahí se ha creado la infraestructura para recibir a tantos visitantes. Sin embargo, los pobladores le llaman “monte” a todo el verde que alcanza a verse en el horizonte; nunca imaginaron que ahí resguardaban un tesoro, que miles de personas estarían dispuestas a pagar por ver ese paisaje en el que ellos crecieron.
“Un día las luciérnagas se hicieron muy famosas y no supimos ni cómo”, dice don Ricardo. Sentado en una sala fría donde hay un solo sillón y una ofrenda de Día de Muertos, trata de recordar cómo fue que su pueblo se convirtió en un destino ineludible para los turistas de la Ciudad de México y sus alrededores. Recuerda que una vez vino un gobernador, quizás Mariano González, quizás Héctor Ortiz, y quedó tan fascinado por el vuelo nocturno de las luciérnagas que lo convirtió en una prioridad de su gobierno. “Todos son iguales, no sé quién fue”, dice, “pero a mí me dijeron ‘fírmale aquí y te pagamos por caminar en tu terreno’ y acepté”.
En 2021 don Ricardo recibió 92 dólares al terminar la temporada alta y, como dice, fue un pago por tan solo permitir que miles de personas recorrieran su propiedad. El resto del año su familia se dedica a la agricultura y a la producción de pulque. Pero, sin ese ingreso adicional por el turismo, su historia sería otra. “La tierra no da mucho, la cosa está cada vez peor. Yo sé que, si las luciérnagas estuvieran bien, seguirían aquí con nosotros, en las calles. Ahora están allá en el monte, se fueron lejos para cuidarse de nosotros”, dice. Y tiene razón, no hay más luciérnagas por el pueblo. No es que se hayan refugiado en las montañas, es que poco a poco han desaparecido.
Este fenómeno se conoce como “extinción local” y aquí se debe a que las luciérnagas no pueden convivir con luces más intensas que las suyas. “No es la vanidad lo que se los impide, sino que la luz es una forma de comunicarse y, al tener luces artificiales, no pueden buscar pareja, no pueden advertir los peligros que las rodean. Para que sobreviva este bicho de luz, necesita la oscuridad”, dice el doctor Tulio Méndez de la Universidad Autónoma Chapingo (uach).
Es difícil imaginar que 18 686 habitantes puedan usar tanta luz artificial que afecte a una especie, pero incluso la luz de la luna incide en su comportamiento y capacidad para reproducirse. Son frágiles y delicadas, como su propio ecosistema. Si el incremento de un grado centígrado en la temperatura global ha significado la pérdida de millones de toneladas de hielo en los polos, el impacto del calor puede ser catastrófico para una especie pequeña que depende de la humedad para sobrevivir.
Chispas silencionsas
Pequeños y discretos, sin que nadie los vea, los insectos se apoderan prácticamente de todos los hábitats del planeta y representan cuatro quintas partes del reino animal. Se calcula que, por cada ser humano, existen doscientos millones de insectos. El mundo les pertenece: lo han habitado desde hace trescientos millones de años, aunque poco a poco se lo hemos arrebatado.
Después de la noche, el silencio es el segundo manto que cubre las 223 hectáreas del bosque de Santa Clara. No intercambian palabras quienes caminan entre los árboles en busca de una luz amarillenta y apenas se escucha el sonido de los pasos que recorren los senderos en varios kilómetros a la redonda. Alrededor de las siete de la noche comienza la caminata y una persona que rompe la oscuridad del camino con una pequeña lámpara guía a unos doscientos turistas. Los senderos son terrenos planos donde la gente se ha abierto paso quitando la vegetación pero nada los delimita, por lo que es inevitable que nuestros pasos compriman la tierra. Algo hay entre la neblina y las filas interminables de encinos y oyameles que reduce a todos a algo pequeño. Pero aquí afuera, en medio del bosque, la noche es una fiesta. Una sinfonía nos rodea: se distinguen múltiples silbidos, chirridos y vibraciones de especies que sólo personas como Alejandro Martínez pueden distinguir, después de muchos años de escuchar la música de los escarabajos. Hay quienes, desde su celular, los reproducen para relajarse y conciliar el sueño, incluso sonidos específicamente de luciérnagas. Alejandro, un guía de turistas, escucha una de estas grabaciones y sólo sonríe: “Así no suenan las luciérnagas. Es muy aguda, te pica en los oídos”, dice.
Esos pequeños insectos de apenas un par de centímetros son más que un espectáculo de verano; no brillan para el deleite de quienes las observamos, su lenguaje es el de la luz. En las ciudades es casi imposible encontrarlas, pero alguna vez habitaron también esos sitios y aún hoy en día puede sorprendernos el parpadeo de alguna que milagrosamente ha sobrevivido. “Esos individuos son muy resilientes, están aguantando y no les quedó más que aguantar, porque les tocó nacer aquí [en la ciudad], pero no durarán mucho”, dice la bióloga Tania López-Palafox. “Se comunican por medio de estas luces y donde estén siguen tratando de mandar mensajes [de luz] a otras luciérnagas, pero no hay quien responda, nadie recibe la señal y entonces mueren”. La luz artificial significa el silencio de los suyos y, al no poder encontrar a otras de su especie, no pueden reproducirse y sus poblaciones van desapareciendo. Ocurre en las grandes urbes, pero también en lugares como Nanacamilpa, porque incluso la luz de las calles, las fogatas y los campamentos y los destellos que llegan desde otras ciudades alteran su forma de vida y ponen en riesgo su futuro. “La contaminación lumínica, a nivel global, las está matando más rápido que cualquier otra cosa”, dice López-Palafox. “Ya no tenemos cielos oscuros y para ellas es una condena”. Desde el monte puede verse el resplandor que llega desde los poblados cercanos y no parece tan intenso. Pero las luciérnagas miran distinto, no perciben las ondas de luz que se esparcen por el cielo como nosotros. No podemos saber exactamente cómo ven ni qué sienten, pero sí sabemos que, si no logran intercambiar mensajes con otras de su especie, inevitablemente mueren.
En la época prehispánica las confundían con las tlahuipuchme, brujas capaces de volar y convertirse en fuego, que se alimentaban de la sangre de sus víctimas y protagonizan decenas de leyendas en diversas comunidades indígenas. Si en algo se parecen es en que sus destellos son una señal para sus depredadores. Como sucede con todos los animales de colores intensos, ese resultado de su evolución advierte a su entorno que son peligrosas y producen toxinas que pueden ser mortales para otros. Pero la luz de estos insectos requiere de una alquimia mucho más compleja.
Al caminar por Nanacamilpa se siente el golpe helado del viento y desde cualquier punto del pueblo basta alzar la vista para ver el bosque que nos rodea. Las casas son pequeñas y sencillas, algunas son aún de adobe y otros materiales que protegen del frío. Si cada año llegan millones de pesos por los turistas, esto no ha cambiado visiblemente la calidad de vida de los habitantes ni la infraestructura del municipio, que mantiene sus pocas calles con pavimento desgastadas por el paso de los años. Salvo por las semanas de avistamiento, éste es un pueblo silencioso que parece dormir a las siete de la noche. No ha habido una explosión de hoteles y las opciones son muy pocas. El único signo de que el turismo es una parte importante de su economía es el nombre del municipio formado por letras coloridas de un metro de largo en el parque central, ahí donde está el quiosco que adorna casi cualquier pueblo mexicano. Los turistas que pasan la noche aquí se alojan en cabañas y campamentos, muy cerca del bosque, que fuera de temporada permanecen casi vacías.
Las luciérnagas necesitan de este frío, de la humedad y la quietud para seguir viviendo y la oscuridad para seguir brillando, pero todo eso les hemos quitado. No son gusanos ni moscas. Son una entre cuatrocientas mil especies de escarabajos. Su familia es la Lampyridae, que en griego significa “gusano que brilla” y que incluye a más de 2 200 especies repartidas por todo el mundo, desde Tierra de Fuego, en Argentina, hasta los paisajes gélidos de Suecia. En México viven 191 variedades, de las cuales 37 fueron identificadas apenas en marzo de 2021 por un grupo de investigadores de la Universidad Nacional Autónoma de México (unam). La inmensidad de la riqueza natural hace que cada año se descubran en promedio veinte mil especies nuevas de flora y fauna. Sabemos muy poco del mundo que nos rodea y aun los seres vivos que ya conocemos nos revelan con frecuencia más secretos.
“Las luciérnagas tienen la magia de transformar nuestro paisaje cotidiano en algo etéreo y de otro mundo. Entre nuestras minifaunas más carismáticas, las luciérnagas podrían ser los insectos más queridos de la Tierra. Una y otra vez, mágicamente, reavivan nuestro sentido del asombro”, escribe la bióloga Sara Lewis en su libro Silent sparks: the wondrous world of fireflies (Princeton University Press, 2016).
Su luz es resultado de dos fuerzas de la evolución: la selección natural y la selección sexual, es decir, la lucha por sobrevivir y por reproducirse. Hace 150 millones de años eran muy distintas, no emitían luz y los machos usaban un par de antenas con las que percibían los olores de las hembras. Con el tiempo, desarrollaron la bioluminiscencia que las hizo famosas. Su órgano fotógeno, en la parte baja del abdomen, ocupa la quinta parte de su cuerpo diminuto, donde una enzima llamada luciferasa desarrolló la capacidad de arropar con sus “brazos” a una molécula aún más pequeña, la luciferina. Esta unión química reacciona con el oxígeno y se produce la magia luminosa. Incluso para quienes viven y han crecido rodeados de su luz, las nubes de estos insectos que se forman en el verano los conmueven y asombran. “Miras el cielo, bajas la mirada y se ve igual: es una constelación en el bosque”, dice Alejandro, el guía de turistas.
Luciérnagas consumidas por su propio brillo
La danza de las luciérnagas tiene siempre un final trágico. Al terminar su ritual de apareamiento, las hembras colocan los huevecillos entre la hojarasca o las hierbas y luego mueren. El último acto de su vida como adultas es asegurarse de preservar su especie, poner semillas de vida entre el bosque para que esta luz nunca se apague. Los machos sobreviven la paternidad, pero tampoco duran mucho más. Finalmente, sin importar si lograron reproducirse o cuántas veces lo hicieron, su luz acaba por extinguirse. Ésa es quizás la descripción más aceptada de esta especie de la que seguimos sabiendo poco. Quienes se dedican a la ciencia suelen moverse en el territorio de lo posible, de las deducciones que están siempre en duda, y lejos de las certezas absolutas. Hay algunos consensos sobre el comportamiento de estos insectos, pero toda afirmación es un cuestionamiento latente.
Para Carlos Cordero, investigador del Laboratorio de Ecología de la Conducta de Artrópodos de la unam, no hay lugar para las interpretaciones poéticas ni las reflexiones sobre el amor maternal que las devora o el deseo incontrolable por reproducirse que las lleva a la muerte; se trata de un acto de sobrevivencia para el que cada luciérnaga se preparó durante meses. Pero hay que entender primero que la vida de una luciérnaga es tan breve como luminosa.
Tania López-Palafox es una joven científica de la unam que trabaja con el profesor Cordero y, desde niña, encontró fascinantes a los seres minúsculos que repelan a otros. Arañas, alacranes y otros insectos fueron la razón por la que estudió biología y a quienes les ha dedicado varios años de estudio. Ante el incremento del turismo, el gobierno de Tlaxcala invitó a los científicos de la universidad a estudiar a la estrella de los espectáculos nocturnos: la Photinus palaciosi, especie endémica y predominante en el Santuario de las Luciérnagas, aunque no la única. López-Palafox y Cordero explican lo que luego confirman otros investigadores: si bien la danza de luces dura apenas un par de meses, las luciérnagas viven en la oscuridad del bosque durante un año. Las hembras pasan toda su vida entre las hojas y la hierba del suelo; no tienen alas, su desplazamiento depende de la fuerza de su patas. Es ahí, sobre la tierra y la maleza, que entre agosto y septiembre depositan entre cincuenta y noventa huevos cada año. De ahí surgen pequeñas larvas que se ocultan bajo la hojarasca o la tierra, todo depende de la especie.
Los siguientes meses se convierten, en palabras de Cordero, “en pequeñas máquinas devoradoras que sólo comen, crecen y acumulan energía, como un adolescente”. Se alimentan de lombrices y caracoles y, así, ayudan también a controlar las plagas que acechan a los sembradíos; ahí pasan la mayor parte de su vida y tienen siempre la capacidad de brillar. Para abril del siguiente año se convierten en pupas, una estructura similar al capullo de una mariposa que sirve como depósito de una belleza latente. Lo que ahí ocurre es un misterio, una revolución física y química que no ha sido explorada. Se sabe que, como las mariposas, su cuerpo se transforma por completo, como si renacieran de la tierra siendo un animal distinto; incluso hay una etapa en la que su estado es más cercano al líquido que al sólido. Sólo un par de científicos de la uach, Rodolfo Campos y Tulio Méndez, han logrado mantenerlas vivas en cautiverio. Son los únicos que han documentado su ciclo de vida completo y, al hacerlo, descubrieron una nueva especie, la Photinus chapingoensis. Según sus hallazgos, en mayo emergen de las pupas y para junio los machos ya pueden recorrer el bosque con su vuelo. Su vida, como adultas, dura apenas un par de semanas, dependiendo de las condiciones climáticas y del impacto que los miles de turistas dejen a su paso.
“Si las hembras no vuelan, si los huevecillos están sobre el suelo o en la hierba, si hay muchas larvas que siguen en la tierra cuando algunos machos empiezan a volar, imagina lo que provoca que miles de personas caminen ahí”, apunta López-Palafox. “[Las autoridades] creen que delimitar los senderos basta, pero no es así; la gente es difícil de controlar y sabemos muy poco de ellas, no tenemos ninguna evidencia de que estas limitaciones de espacio sean suficientes”.
La bióloga forma parte del equipo de científicos mexicanos que colaboran con la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza, dedicada a la conservación que creó la famosa Lista Roja de Especies Amenazadas, ese documento que año con año alerta a los conservacionistas sobre la paulatina desaparición de las especies. El monitoreo que realiza en Nanacamilpa permitirá determinar si las luciérnagas del Santuario son vulnerables. Como científica, no se atreve a dar un veredicto sin que antes otros colegas revisen y validen sus hallazgos, pero ha visto suficiente para afirmar que el panorama es “desolador” y no tiene dudas de que la Photinus palaciosi, la protagonista de cada noche, está cerca del peligro de extinción.
A Ricardo González, el ejidatario de San José, no le sorprenden estos hallazgos científicos. Con el paso de los años no sólo ha visto cómo las luciérnagas se “alejan” del pueblo. “Antes había víboras grandes y ahora no hay; había pájaro azul y tampoco lo he visto; había codornices y creo que ya nos las comimos todas” dice mientras hace un conteo rápido con los dedos de las especies que eran abundantes, entre ellas, el camaleón de montaña, Phrynosoma orbiculare, al que también ha afectado el desastre climático. Don Ricardo recibe esta información con la resignación de quien es testigo de lo inevitable y la calma que sólo su edad puede darle. “En la vida van pasando generaciones; una muere y sale otra: todo se acaba”, dice. “Igual pasa con los animalitos que se van yendo, van desapareciendo. Todo desaparece, yo también voy a desaparecer”.
Después de abandonar su “capullo”, las luciérnagas descubren el mundo exterior como adultas. Es el clímax de sus vidas, que ocurre siempre en verano, cuando enfrentan el aluvión de turistas. Durante este tiempo no consumen alimentos, sólo agua; viven de la energía que han acumulado desde la tierra y la usan hasta el último aleteo. Ése es su ciclo vital, su destino. De ahí el empeño en reproducirse a toda costa: es su última oportunidad para dejar su legado genético en este planeta. Por razones que todavía los científicos no pueden explicar con claridad, la población de machos es mucho mayor que la de hembras. Ellas pueden gestar los huevos de distintos machos y pueden aparearse más de una vez. El coito de esta especie dura unas cinco horas; el tiempo para lograr su cometido es muy poco. Esa danza de luces que nos asombra es en realidad una guerra campal, un frenesí violento. Los machos que no mueren exhaustos mueren a manos de los más fuertes que defienden con violencia su derecho a reproducirse.
La joya del ecoturismo
Dicen los que poco saben —principalmente, los bloggers que se dedican al turismo—, que este espectáculo de luces puede verse solamente en dos lugares del mundo: Nueva Zelanda y Nanacamilpa. Pero olvidan que existen más de dos mil especies: algunas no brillan, algunas no vuelan, otras se confunden con orugas y muchas son “luciérnagas nocturnas sincrónicas”, la definición científica para las especies que se agrupan en temporada reproductiva, usan su luz como parte del cortejo y se encienden de forma simultánea. Estas frases hiperbólicas, que se han explotado y repetido en todos los medios, han hecho de este Santuario un “éxito” turístico. Entre 2011 y 2019 el número de visitantes por temporada pasó de cuatro mil a 127 mil, según las autoridades municipales. Para las luciérnagas éste no es un éxito sino una condena.
Pedro García ha trabajado desde hace siete años como guía en los avistamientos. Tiene veinticuatro años, es delgado, de brazos largos y el rostro regordete de un adolescente. Estudia ingeniera para lograr industrializar a baja escala el pulque que produce su familia pero, mientras, promueve este destino con la formalidad de un funcionario. Está seguro de que todos los involucrados tienen el compromiso de proteger a esta especie y que hoy importan más las luciérnagas que el turismo. Sabe que no siempre fue así; baja la mirada y su sonrisa constante se apaga por unos minutos. “No te voy a mentir, al principio era un desastre que me daba tristeza y luego coraje”, dice. Decenas de camiones llegaban a este pequeño poblado a abarrotar sus caminos, con luces intensas muy cerca del monte, con miles de turistas que nunca bajaban la voz, que fumaban y bebían como si éste no fuera un lugar sagrado. “En 2016 tuve que tomarme un descanso. No pude más, lo estaban destruyendo todo. En las mañanas recorríamos los senderos y encontrábamos la hierba destruida y las luciérnagas, muertas”. Él conserva su entusiasmo, pero las cosas han cambiado poco desde entonces.
El aprovechamiento turístico de los recursos naturales emplea como indicador la “capacidad de carga” que, en este caso, es el número de personas que pueden estar en un sitio sin representar una amenaza ni tener un impacto irreversible en éste. Todas las Áreas Naturales Protegidas determinan una capacidad de carga que las autoridades ambientales tienen que aprobar y debe estar estrictamente vigilada. De ello depende que los turistas de hoy y del futuro puedan seguir disfrutando de estos ecosistemas. Pero este lugar, de santuario, sólo tiene el nombre.
En Tlaxcala hay once Áreas Destinadas Voluntariamente a la Conservación, una figura legal que se creó en 1996 para que las comunidades indígenas y organizaciones sociales destinaran sus tierras a la conservación. Las más de mil hectáreas de Nanacamilpa que han recibido este certificado de la Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas (Conanp) son áreas destinadas a la protección de las luciérnagas pero, al ser “voluntarias”, su administración y manejo dependen de los propietarios, no de las autoridades. No están obligados a hacer estudios en la zona ni a seguir otras normas que no sean las de turismo; no hay sanciones, no hay límite de visitantes y son los encargados de vigilarse con la coordinación de la Procuraduría Federal de Protección al Ambiente (Profepa). En los hechos, la conservación de estos sitios depende en su totalidad de quienes los aprovechan económicamente.
Armando Vázquez Morales es jefe del Departamento de Promoción de la Secretaría de Turismo de Tlaxcala y empezó sus labores con la administración que inició en agosto de 2021. Él sabe de la importancia de la capacidad de carga y admite que ha sido un problema añejo, heredado de gobiernos anteriores. “La promoción de este destino empezó hace once años, pero nunca hubo una planeación. Cuando empezó este gobierno fue como iniciar de cero y apenas estamos empezando a planear para que el turismo se convierta en una dinámica social y no sólo económica”, dice.
Alrededor de 2015 las autoridades turísticas del estado y la Comisión Nacional Forestal (Conafor) convocaron a los investigadores de la unam y uach para trabajar en un plan de manejo con una capacidad de carga que asegure la conservación de las luciérnagas. Tania López-Palafox recuerda pocos detalles de esas reuniones, pero sí con precisión el día en que les presentaron una propuesta que no seguía ninguna de las recomendaciones de los científicos. “Nos dijeron que habían ido a todos los centros de avistamiento, habían medido y habían visto cuántos senderos, cuánta gente meten y ellos hicieron su cálculo, pero estaba únicamente basado en la infraestructura que tiene cada sitio, no tenía datos biológicos de ninguna índole”, dice. “Ellos planteaban que Piedra Canteada [uno de los pocos centros turísticos que es privado y no un ejido], por ejemplo, podía recibir a tres mil personas por noche. Se me hizo una ridiculez”.
Zazil Ha García, investigadora del Instituto Tecnológico de la Zona Maya, es especialista en ecoturismo y obtuvo su doctorado con la tesis Valoración económica del Santuario de la Luciérnaga en Nanacamilpa, Tlaxcala. Vive en Quintana Roo pero quedó fascinada con este tesoro turístico desde el momento en que presenció el ritual de luces por primera vez. “Sientes una conexión real con la naturaleza, con el silencio; es una experiencia que te cambia la vida”, dice. En su estudio hizo cálculos basados en la afluencia de turistas registrada en 2016, que fue de mil doscientas personas al día, estimando que todos los días se recibe a ese mismo número de visitantes; la realidad muestra, sin embargo, que los fines de semana se congrega una cifra mucho mayor. El resultado, considerando las necesidades y comportamientos de la especie, es que estos senderos de luces pueden soportar hasta 466 personas por día. Para 2016, la cifra de turistas rebasaba por un 258% lo que este frágil ecosistema resiste. Tres años después el promedio diario fue de 2 442 visitantes, 524% más del límite. La medida que maneja la Secretaría de Turismo actualmente es de 4 625 personas repartidas en treinta sitios de avistamiento, todos los días. Esta “capacidad de carga” no fue consultada ni aprobada por las autoridades ambientales.
“Turismo sólo pone reglas de comportamiento, el horario, cuántas personas puede llevar un guía y cuántas pueden atender, pero ésa no es una capacidad de carga. Y tampoco se cumple porque en los hechos pueden meter cualquier cantidad de gente mientras sean manejables”, explica la investigadora y asegura que es posible encontrar el equilibrio entre turismo y conservación cuando los recursos se manejan bien. “El potencial es enorme económicamente pero también para la especie, porque darles a las personas la oportunidad de conocer estos lugares es también concientizarlos sobre su importancia. Nadie protege lo que no conoce, pero es necesario hacerlo de forma ordenada o ese hábitat va a deteriorarse hasta que no haya nada que ver”.
Las reglas emitidas por la Secretaría de Turismo señalan que los grupos deben ser de veinte a veinticinco personas, pero no hay un límite de grupos. Prohíben fumar, el ruido, el uso de celulares y otras medidas, pero ninguna considera las características biológicas de la especie: que pasa gran parte del tiempo en el suelo, que al final de la temporada ya hay huevecillos y que la luz de los campamentos es también un factor de estrés.
A López-Palafox, como al resto de los científicos que intentaron colaborar, les parecía inaudito que la propuesta fuera de tres mil visitantes por día. “Eso se llama negligencia y yo no podía formar parte”, dice. Después de consultarlo con Cordero, decidieron que la unam no podía seguir participando ni avalar un documento que saboteaba cualquier esfuerzo de conservación. Tanto Cordero como tres investigadores de la uach confirmaron este relato. Ambas universidades dejaron la mesa de trabajo. La Secretaría de Turismo local asegura que, con el cambio de administración, hay muchos documentos faltantes y no tienen una clara postura sobre este tema.
El confinamiento que implicó la pandemia protegió en 2020 el Santuario, pero se reanudaron las actividades al 30% de su capacidad en 2021. No hay cifra oficial del número de turistas que llegaron, como no hay evidencia de que el límite haya sido respetado. Ninguno de los especialistas apuesta por la prohibición del turismo, sino por su regulación. La amenaza real para las luciérnagas está en otro lado.
Las luciérnagas se alimentan de los bichos que pueden ser un peligro para la vegetación, pero que también sirven como indicador de la salud de un ecosistema. Su existencia es garantía de que el equilibrio natural se conserva, de que tienen los recursos suficientes para sobrevivir. En la naturaleza también las cosas pequeñas importan y la desaparición de cualquier especie desata una ola de caos que pone en riesgo a cada eslabón en la cadena.
Las pistas del desastre de las luciérnagas
En julio de 2021 no había nada que ver. Eliseo Guzmán salía a su patio cada tarde, en busca de la lluvia que llevaba más de un mes de retraso. En el ejido de San Felipe, muy cerca de la presa homónima, miraba el cielo y olía la hierba. La presa estaba a punto de agotarse, los sembradíos estaban en riesgo y las luciérnagas no se encendían. Los miembros de la Sociedad de Solidaridad Social Piedra Canteada, uno de los centros de ecoturismo más grandes y exitosos, consideraron cancelar todas las reservaciones hechas.
Este centro fue integrado en 1992 por cuarenta socios y en la comunidad se les conoce por haber iniciado este fenómeno turístico. Son propietarios de 632 hectáreas y, a diferencia de otros centros de avistamiento, están en el corazón del bosque. El paisaje es un collage de tonalidades en verde que parece no tener fin; hay un olor a tierra mojada que perdura aun pasada la temporada de lluvias. Si en el pueblo el viento frío te congela el rostro, aquí, entre los miles de árboles de hasta treinta metros de altura, la temperatura baja tanto que los escalofríos no te dejan hablar. Hay capas abundantes de hojas en todas direcciones y, estando tan lejos del poblado, el único ruido que se escucha es el sonido del bosque. Estar aquí es entrar en una burbuja de calma.
La sequía de 2021 los hizo pensar seriamente en qué pasará si las luciérnagas desaparecen. Y es que este año fue más notorio y desastroso pero, según la Comisión Nacional del Agua (Conagua), desde 2017 se registran “sequías anómalas” en el estado. Aún cuatro meses después de la mayor crisis, la presa no ha alcanzado a llenarse en su totalidad. Esta aridez trae también consigo los incendios: se contaron 266 en 2018, 303 en 2019 y 181 en 2020. Esto dejó más de 7 500 hectáreas afectadas, según el Sistema Nacional de Información y Gestión Forestal. E incluso cuando llueve —como sucedió en 2021—, la irregularidad en el clima convierte el agua en granizo inesperadamente. Los diez centímetros de hielo que cayeron en algunos municipios de Tlaxcala fueron el deleite de los habitantes que, como pocas veces, pudieron hacer algo parecido a un muñeco de nieve. Pero para el bosque y sus insectos fue fatal.
Eliseo ha pasado sus 65 años de vida cerca del bosque. Tiene una de esas sonrisas que parece llegar hasta los ojos y se iluminan cada vez que relata sus largas caminatas entre los árboles, vigilando Piedra Canteada. Para él, este Santuario ha sido su vida incluso antes de la llegada de turistas, cuando la tala era mayor y él derrumbaba esos gigantes que dan sombra; cuando intentaron criar venados que terminaron siendo alimento de los coyotes. “El monte es generoso”, dice, pero sabe que su riqueza también es limitada.
“Cuando empezamos con lo de las luciérnagas, los de los ejidos nos decían ‘Están locos’, ‘¿Quién va a venir hasta acá nomás a ver luciérnagas? Eso no va a funcionar’. Ahora yo les digo que ‘somos un pueblo de puros locos’”, dice riendo. Como muchos, recuerda esos años en que las luciérnagas llegaban a sus calles, cuando al regresar de talar tenían que abrirse paso con dificultad entre el torbellino de luces que los rodeaba. “Son animalitos de agua y ahora, no hay y luego, la chamusquera [los incendios] se lleva árboles y todo. Sí hay cada vez menos, no sabemos cuánto nos va a durar esto”, dice. Pensando en el futuro, ahora los socios de Piedra Canteada exploran la posibilidad de emitir bonos de carbono, como lo han hecho otras comunidades, y recibir dinero a cambio de preservar este tesoro verde que reduce los gases de efecto invernadero. Eliseo no acaba de entender cómo algo intangible como la salud de un ecosistema puede ser un negocio, pero está dispuesto a intentarlo. “Sabemos que en unos años no se podrán ver luciérnagas como ahora, entonces preferimos buscar otra cosa”, dice. “Para eso del carbono vamos a tener que recibir a menos turistas y está bien, ya es mucha gente. A veces hay más gente en el monte viendo luciérnagas que en el pueblo. Y así, ganamos más dinero y les ayudamos a que vivan más tiempo”.
La naturaleza tiende siempre a recuperarse por sí misma. La resiliencia es esa cualidad que le permite reconstruirse y empezar de nuevo ante cualquier adversidad. Los “factores de estrés” son esos elementos externos que la hacen vulnerable y entorpecen sus esfuerzos por restaurar su riqueza. Este Santuario ha resistido a las llamas que lo devoran, a los vientos que traen consigo partículas de insecticidas y fertilizantes, a las luces artificiales que le rodean y a los pasos de miles de personas que comprimen la tierra y acaban con la vida; pero no son ésas las únicas causas de su debacle. El problema está en la tierra que es cada vez más seca, en el agua que no llega, en la temperatura que aumenta constantemente; el problema en Nanacamilpa es el mismo que enfrentan las luciérnagas en todo el mundo: el cambio climático.
Todos los caminos y conversaciones sobre estos escarabajos llevan a Sandra García, una profesora e investigadora en la Facultad Agrobiología de la Universidad Autónoma de Tlaxcala, una de esas científicas que, pese a todo, mantienen la esperanza. Observar ha sido siempre uno de sus grandes pasatiempos; la curiosidad y la búsqueda del asombro la han llevado a convertirse en una autoridad en la materia. La doctora y su equipo de investigadores están haciendo algo que nunca se había hecho en México: contar luciérnagas usando fotografías.
Este grupo de científicos comenzó la ardua tarea de contar chispas de luz que duran apenas 0.9 segundos encendidas. La primera noche es la que ella recuerda con mayor intensidad. “Había como un pasillo donde había muchísimas y se veía espectacular, era como una ola de luces verdes. Y te sientes tan chiquito”, recuerda. Fotografiaron ése y otros sitios y así registraron que ese año había seiscientas luciérnagas por metro cúbico; como la caja de un televisor pequeño repleta de luces centelleantes. Parecen ser muchas, pero no existe una referencia numérica con la que pueda compararse esta cantidad.
La doctora García llegó hasta aquí siguiendo a los descortezadores, la plaga que devora los árboles y que tiene en jaque a la comunidad. Su explosión ha sido tan anómala que ella tenía que descubrir su origen. La respuesta fue apareciendo frente a sus ojos al seguir los eslabones del ecosistema. Si hay muchos descortezadores es que hay poca variedad de escarabajos y los escarabajos escasean porque el agua también hace falta; y si aquí no hay humedad… las luciérnagas desaparecen.
Ella descubrió que tan sólo en diez años la tierra ha perdido 65% de su humedad, al menos en los primeros treinta centímetros de profundidad, que es donde hay vida. Los mantos freáticos han bajado su nivel y las heladas, que controlan las plagas, pasaron de ser cuarenta hace dos décadas a cuatro en 2017. La devastación que se gesta bajo la tierra ha provocado la sobrerreproducción de plagas, pero también la paulatina desaparición de los camaleones que los ejidatarios dejaron de ver, porque se alimentan de los insectos que hoy escasean. El equilibrio de esta enorme maquinaria depende de las pequeñas gotas de temporada de lluvias, que cada vez tardan más y duran menos.
“Los bosques templados [el hábitat de las luciérnagas] están dejando de ser templados para ser cálidos. Hay proyecciones de que en sesenta años su clima va a ser otro. El cambio climático ha prendido muchas alertas de que es urgente regular actividades como el turismo”, dice la doctora García.
En tanto, la naturaleza lucha por su sobrevivencia. En 2020, científicos tlaxcaltecas trataron de comprobar la presencia de otra especie de luciérnaga, una que brillaba distinto y hacía su ritual de luces durante la madrugada. Acampando una noche lograron verlas: era un grupo mucho más numeroso de lo que esperaban y, al analizarlas, descubrieron que no se trataba de otra especie sino de la misma Photinus palaciosi. Parecía como si hubiera cambiado sus horas de vuelo para evitar el tumulto de turistas o las luces de las ciudades. Adaptarse al entorno es una necesidad evolutiva y quienes no lo logren están condenados a la extinción. Estos cambios en una especie pueden tardar cientos de años, pero la amenaza de la presencia humana los ha acelerado. En Zambia los elefantes han mutado para no tener los colmillos que los hacen presa de los cazadores furtivos; algo similar hicieron los borregos cimarrones en Norteamérica, que ahora tienen cuernos más pequeños; el bacalao del Atlántico aceleró su desarrollo para poder reproducirse más rápido y resguardar a su especie de la sobrepesca; hoy las luciérnagas podrían haber cambiado de horario para que nada ni nadie enturbiara sus rituales de apareamiento.
“Por eso tengo esperanza. Es una estrategia de adaptación, siempre van a luchar por sobrevivir”, dice Sandra García. “Lo que me da miedo es que el cambio climático sea más rápido que ellas, que no les demos oportunidad de resistir”.
En su libro, Sara Lewis prende también las alertas sobre el futuro de esta especie. Su desaparición podría tener efectos inmediatos en la vida de quienes dependen del turismo y, a largo plazo, su desaparición sería desastrosa. “¿Realmente necesitamos luciérnagas? Después de todo, son una pequeña parte de toda la biodiversidad”, escribe. “Cada vez que una especie desaparece es como apagar una habitación llena de velas una a una. Puede ser que no lo notemos cuando las primeras llamas se apaguen, pero al final, estaremos sentados en la oscuridad”.
(Con información de Gatopardo)