Julieta Lomelí / @julietabalver
Pasada la crisis más severa de la pandemia he mirado en los labios de las personas la necesidad de hablar, de decirle a los demás cómo han pasado este encierro, o con cuántos amigos se han peleado a causa de la neurosis que les provocaba no poder salir más.
A veces me encuentro con amigos, de todas las edades, algunos tienen ahora nueva pareja mientras otros se han embarazado durante la pandemia y han confirmado que si ya pudieron soportarse en el encierro quizá sí estén con el amor de su vida. Incluso tengo amigos que han cambiado por completo sus hábitos eróticos y por fin se han vuelto fieles con su pareja, y ahora no sólo deben llegar temprano a casa (cosa que jamás hacían en el pasado), sino que también tienen prohibido salir a cualquier fiesta o reunión sin su “látigo” de la mano, a estos últimos, les mando mi más profundo pésame.
La pandemia cambió así el modo de relacionarnos con los demás, mientras unos sufrieron el encierro, otros aprovecharon los pueblos y playas vacías para viajar y acampar en algún lugar recóndito. Mientras algunos se dividían los bienes y los hijos porque a mitad de pandemia, otros se daban cuenta que nadie más los iba a aguantar como los aguantaba su pareja y renovaron sus votos y promesas de amor. De todo hay en la jungla del amor, sin embargo, también un mundo paralelo, un poco escondido y discreto, se abría paso frente al pánico y las amenazas de contagiarse y morir a causa del nuevo virus.
Más allá del imperativo de “Quédate en casa” y de la amenaza de morir en un hospital público asfixiado, la generación millennial tuvo que acudir a aplicaciones de citas y redes sociales para superar esa restricción social que se les imponía por la pandemia, porque era la única forma en que se podría volver a la “vida” social, a la búsqueda de una pareja o de aventuras eróticas, que toda persona joven tiene el derecho vivir.
El COVID también tuvo un impacto, aunque distinto a un hombre o mujer de la tercera edad, en las generaciones de adultos jóvenes, consecuencias psicológicas y retrasos circadianos, por llamarlos de alguna manera, que a pesar de estar en semáforo verde tardarán en volver a la normalidad. Porque hay una edad, que es la juventud, en la cual el tiempo pasa volando y el segundero se confunde con la manecilla que da las horas, dejándonos atónitos al mirar atrás y darnos cuenta de que se ha acabado eso que Leopardi llamaba el “tierno engaño de la primera edad”, esa hermosa época en la cual se trazan los cimientos para germinar una familia, o se toman decisiones arrebatadas que convocan a la complicidad apasionada con el otro.
Sin embargo, y volviendo a ese mundo paralelo que ayudó a la generación joven a sublimar un poco la soledad que el encierro le imponía, se generalizó el uso de las apps de citas para salvar en lo posible la dinámica previa a la pandemia.
Quizá yo fui una de esas que sintió que la pandemia duraría una década y mi mundo interior, si es que eso existe, se vaciaría por la falta de socialización, por lo que emprendí la faena de encontrar cómo construir desde las cenizas una mejor convivencia con los demás, o al menos algún tipo de convivencia a pesar del confinamiento. Aunque no lo crean, para no sucumbir a la depresión y como una terapia efectiva, me encamine al uso de las aplicaciones de citas, porque mi psicólogo en recomendó hacerlo. Y también para fundamentar de manera más rigurosa mi opinión. Así fue como emprendí mi investigación a partir del análisis práctico de las mismas, en concreto del Tinder y Bumble. A continuación, notas, anécdotas y conclusiones extraídas de la meticulosa investigación que llevé a cabo durante meses.
No eres tú, tampoco son tus alucines, es la realidad:
El problema del Tinder no es la aplicación en sí misma, ni los candados o protocolos de seguridad que intentan sugerir para el uso de la misma, el problema es el contexto de violencia en el cual vivimos en México, sobre todo la experiencia de la impunidad cotidiana por la cual un montón de crímenes relacionados con violencia de género, violencia doméstica, asaltos, secuestros, etcétera, pasan indiferentes a diario frente a nuestros ojos. Esto vuelve que no sólo las relaciones establecidas por medio del Tinder, si no también las personas conocidas en un bar, en un café, o incluso en la iglesia a la salida de misa, sean relaciones coloreadas por la desconfianza, el miedo y que quizá por ello no estemos lejos de pensarlas a veces como expuestas a un cierto grado de peligro.
En ese sentido, a pesar del entusiasmo que quisiéramos sentir por conocer a alguien nuevo, en realidad vamos con mucho cuidado ante la posibilidad de exponernos a alguien que, disfrazando su maldad con interés romántico o amistad, nos pueda hacer daño. De esto último sé de varios casos cercanos, que no tocan sólo a las mujeres, sino también a los hombres. Hace unos meses un amigo que caía en las redes del eros fue “goteado”, lo intoxicaron poniendole alguna sustancia en su bebida al ir al baño, y al amanecer, en el hotel en cual habían quedado de tomar un romántico vino, se dio cuenta que ni cartera, ni ropa interior le quedaban, pero lo peor fue que también su camioneta había sido desaparecida para siempre como en un acto de “amorosa” magia. Al menos no desapareció él.
Vidas paralelas, morales escondidas pero llenas de erotismo:
Sinceramente yo sí creo en el amor, o mejor dicho, en la importancia de encontrar un compañero de vida, o algunos compañeros de vida que no sean tan efímeros como bajarse los calzones al primer Match. Pero sucede algo muy raro en las aplicaciones de citas al menos en este contexto un poco orientado hacia prácticas machistas y de doble moral, y es que usar el Tinder o el Bumble, o cualquiera de esas aplicaciones en México significa que más del 93.54 por ciento de los implicados en dichas apps (según mi riguroso estudio de mercado), estarán casados o tendrán pareja, y esa pareja no tendrá mínima idea que su enamorado anda enamorándo a otros y otras con su perfil de Tinder. No sé cómo sea en otros países (bueno quizá tengo un poco de experiencia solamente), pero en algunos sitios más fríos y en los cuales la gente no es tan social y católica como en México, tienden a tomarse bastante en serio estas aplicaciones porque resultan la forma más cercana y políticamente correcta, de encontrar pareja. Por supuesto que también en Alemania en invierno habrá quien tenga una esposa, fotos en facebook con ella y los hijos, y ande buscando un nuevo amorío sin que nadie se enteré de su doble vida, pero no es el 93.54 por ciento que encontramos en esta realidad calurosa y galopante sangre latina. Por eso yo siempre le recomiendo a mis amigas que cuando se enamoren, no se les olvide pedirle la contraseña de su Tinder a sus novios o esposos, o abrir la relación y que todos los implicados sepan qué jerarquía tienen en la cadena alimenticia, porque eso es honestidad, ¡lo otro es ser un culero! Disculpen, tuve una regresión, un exabrupto, mi moral poblana me traiciona a veces.
Experiencias de terror:
Como les dije antes, soy de moral poblana aunque viva en la capital del libertinaje absoluto (ay qué espanto), y sí usé en meses anteriores estas aplicaciones que me prometían una experiencia casi religiosa del amor, incluso llegué a pensar que ahí se encontraba mi medio mango, uno muy delicioso que me complementaría un largo tiempo y a quien quizá, aparte de querer comérmelo a mordidas, podría llegar a amar. Pero nada más contrario a eso con lo que yo he llamado “mis pesadillas de Tinder”, porque se me atravesó cada creatura del bosque, pero de un bosque de la Tierra Caliente, allá por Michoacán dónde ni el ejército mexicano se atreve pisar. Tuve de todo, desde un tipo que después de una conversación que prometía y de una buena comida, allá en un restaurante de Santa Fe, un mirrey creyó ser un disruptor al decidir bajarse el zip de sus jeans y mostrarme, ya saben ustedes qué, por debajo de la mesa y a decirme, sin más, que si no quería… “Pido mi Uber, gracias”.
Un timador en la web:
Una vez más me ocurrió algo más tenebroso en pleno confinamiento, no había restaurantes ni bares ni cafés abiertos, llevaba yo hablando más de un mes con un supuesto artista, tenía una que otra obra en la web, incluso lo tenía en Facebook y compartía con él varios amigos en común, también tenía una idea más o menos bien informada de la vida, así que las platicas no eran malas. Él llevaba más de quince días diciéndome que sí podríamos vernos en su casa o en la mía, porque sí, no había absolutamente nada abierto (como no se me ocurrió un parque). Al final un día, habiendo pasado el tiempo que según yo creía era necesario para confiar en mi nuevo amigo, acepté que me visitará en mi casa, dijo claro yo llevo algo, llego con dos cervezas (sí, risas grabadas). Estando aquí me presumió su exitosa carrera, lo bien que ganaba, yo tenía muchísima hambre y claro pedí algo de cenar, evidentemente mi artista adinerado no puso ni un peso. El seguía con su choro sobre el dinero y lo importante que era saber “venderse bien”. En algún momento la conversación me resultó incomoda porque parecía una reprimenda a que yo “no supiera venderme bien, porque si supiera podría rentar en la Roma”, sitio en el que él había ya comprado un departamento. La noche fue densa, mucha niebla se disparaba en mis pensamientos, estaba disociada entre la desconfianza y el típico auto regaño que me pedía no juzgar a las personas tan rápido: “no seas maniquea, no todo es bueno o malo, seguro es un buen tipo, seguro te está dando buenas sugerencias para ser más exitosa”. Cuando se fue me sentía extremadamente cansada y triste, sus palabras sí me calaron, sobre todo porque repitió por horas sus exitosas “obras” que había logrado venderle a Le Monde, uno de los mejores periódicos franceses. Me sentí una mediocre que no sabía venderse bien, que aún no arrancaba del todo a pesar de tener más de treinta años. Fui a dormir. Al otro día con mayor consciencia de la realidad, me puse a buscar en internet su gran “obra”, y qué creen, no encontraba más que tres fotografías muy mediocres de su autoría, pero lo que sí encontré, y no diré que no me asustó mucho, fue que lo denunciaban muchísimas veces en páginas de Scam, lo acusaban de ser un Don Juan que enamoraba a las mujeres para después vivir de su dinero; otra más, que escribía en Francés, lo acusaba de haber robado sus tarjetas después de haber tenido una relación de meses con él, para después desaparecer. Una mujer más, ahora una gringa, lo acusaba de ser un mantenido que la había usado para poder viajar gratis por Centroámerica y Sudámerica, y así una decena más de de denuncias venidas de aquí y de allá (hasta eso parecía ser poliglota el hombre). Por cierto, el tipo me dijo que era europeo, y por supuesto que fingía hablar un mal español, imitar un castellano extranjero, mientras que su apariencia, su fisiononía, y gestos que usaba sí eran muy típicos de nuestros lares. De hecho, una de las chicas que denunciaba en la página de scammers, mencionaba cuál era su nombre real y de qué estado de la República Mexicana procedía, y qué creen, que también lo encontré así en alguna página de trámites del estado.
Curiosamente la narrativa de las denuncias coincidían con las anecdotas y esa pose de “hombre de mundo” que me había presumido ser una noche anterior. Inmediatamente me puse a buscar mis cosas, a ver si no me había robado alguna tarjeta con deudas y así quizá las pagaría él, o mi taza favorita. Después recordé que no soy ni siquiera buena prospecta para un hombre tan ambicioso y de principios tan rígidos. Espero que pronto encuentre a su verdadera SugarMommy, así el intercambio de bienes podría ser digamos “más honesto”, sin acudir al robo.
Mejor malo por conocido que crimen por conocer:
Podría demorarme contando peores experiencias vividas por el arrojo de encontrar el amor de mi vida gracias a una app, pero sería motivo de un libro que quizá nadie compraría. Solo quise mostrar así un par de anécdotas para ahora proceder a mis rigurosas conclusiones, y es que, como he dicho antes, el país no está para amores nuevos, y cada vez parece más complicado incluso confiar en los más cercanos. Cuando hay crisis y hambre, hay hostilidad y crimen. El impacto que ha dejado la pandemia del COVID19 no sólo ha sido en cifra de muertos, sino también en una creciente crisis económica que incluso tomará las formas de Tinder o Bumble para solucionar transitoriamente las necesidades económicas de quienes han sido despojados de su empleo, o simplemente antes se han dedicado al oficio de robar. Por lo que no hay que dejar de poner atención en que estas apps de citas en un país con tantas carencias también pueden exponernos, y más ahora, a cualquier tipo de crimen, cuídense mucho, mejor, por ahora, volteen a ver a Pedrito, a Danielito o a Juanita que siempre los ha amado, seguro sí le entran podrán enamorarse de ellos con la práctica y el hábito.
Es innegable que en la generación millennial, la pandemia traerá la pérdida de algunos años de lo que significa ejercer la juventud, que en ojos más pragmáticos no significarían mucho, sino de una década de estabilidad, no sólo económica, sino y sobre todo emocional, personal. Porque la tierra conoce esos momentos en los que uno debe echar raíces y cosechar el amor de una familia, y otros en los que esa tierra sabia nos hará volver a las profundidades para volvernos semillas de otros cuerpos.
Esperemos no recordar esta juventud de pandemia con ojos nostálgicos, ni voltear atrás en dos décadas con la mirada vidriosa, suspirando por lo que no fue, pero anhelábamos que pasara en esos “¡Días fugaces que como el relámpago se desvanecen! ¿y un mortal ajeno habrá de desventura, si pasada esta hermosa estación, si el tiempo bueno, su mocedad, ay mocedad, se extingue?”.