Fotos: Jafet Moz / esimagen.mx
El fotógrafo y yo esperábamos un rostro tieso, sonriente y con ojos de vidrio. Quien nos recibió fue Rogelio, un hombre de 38 años que mantiene viva la tradición de más de cien años del Carnaval del Barrio del Alto. Quedamos de vernos justo en una calle del antiguo barrio, en una vecindad en cuyas paredes y techos resuenan aún las notas del violín, la guitarra y el bajo que durante ya varias generaciones han acogido los ropajes y la alegría de los huehues.
En la puerta de una de las viviendas de aquella vecindad nos dio la bienvenida don Francisco, conocido popularmente como “El Tío”, un hombre de 84 años en cuya casa guardan sus vestimentas los integrantes de la cuadrilla “El Alto. Tradiciones y costumbres”, una de las más antiguas y, sin embargo, una de las tantas que ya abundan en la actualidad, algunas más por moda que por respeto a la costumbre histórica.
Pero, en algún tiempo, hace más de 70 años, cuando El Tío era un inquieto jovencito, las cosas eran muy distintas. En la Puebla de los años 40 del siglo pasado, sólo en los barrios de El Alto, Xonaca y la Acocota se celebraban las vistosas coreografías que servían de preludio a la cuaresma, una época de reflexión y penitencia en una ciudad en que la observancia de la religión era muy estricta. “Uy, desde aquel entonces”, nos comenta don Francisco, “los huehues ya eran muy viejos en la historia del barrio”.
Rogelio, que empezó a bailar hace casi 20 años, todavía vivió en carne propia la verdadera tradición. Bailar en una cuadrilla de huehues era una cuestión seria: quien deseaba hacerlo, antes que cualquier otra cosa, debía ir a la iglesia de La Cruz para “pedir permiso” a Dios para bailar en el carnaval. Solo, de forma completamente anónima, el futuro huehue hacía su promesa frente al altar más antiguo de la ciudad.
Y el anonimato no terminaba ahí, pues, una vez puesta la máscara, el bailarín no se la quitaba nunca en público. “De hecho, sólo hasta que yo quise empezar a bailar”, comenta Rogelio, “me enteré de que uno de mis tíos era huehue, y él me prestó mi primera máscara”. Este aditamento es todo un objeto preciado: si bien es cierto que se pueden adquirir en alguna tienda del centro a un precio muy accesible, una verdadera máscara de huehue debe estar hecha de cedro, por artesanos calificados, que pueden llegar a venderlas hasta en 4 mil pesos por unidad.
De ser cierta la predestinación a aquello que nos espera en la vida, la primera máscara de cedro que Rogelio usó llegó a él casi por casualidad. “Una vez mi mamá me mandó a comprar unas cosas al bazar de Los Sapos y ahí estaba la máscara. Me acuerdo que me la vendieron bien barata y tenía sus detallitos. La mandé a resanar y desde entonces la tengo; ya después me compré otras, pero a esa le guardo un especial cariño porque casi casi fue ella la que me encontró a mí”.
Después está la capa, hecha de un intenso y suave terciopelo, cuyo adorno debe ser confeccionado por el propio huehue que la porta. Chaquiras y lentejuelas sirven de marco alrededor del lienzo, en cuyo centro se pueden plasmar los más diversos motivos: eclipses, los volcanes, chinas poblanas, ídolos prehispánicos, pero, como nos platica Rogelio “eso de usar imágenes de santos es algo nuevo, a mí me formaron con la instrucción muy seria de nunca poner santos, ni mucho menos a la Virgen”. El remate debe ser inconfundible: unas letras grandes con la leyenda “Viva El Alto”.
El sombrero es también otro accesorio muy importante, pues el huehue tradicional sólo le iba agregando plumas conforme sus años de experiencia se lo permitían. ¡Y aguas con que a un huehue se le volara el sombrero! Rogelio nos comenta que esa fue una de sus primeras experiencias bochornosas en su carrera: “me acuerdo que no me sujeté bien el sombrero, se me cayó y luego luego me convertí en el objeto de la boruca de mis compañeros. Porque el huehue debe ir bien vestido, y el hecho de que se te caiga una parte de tu traje es señal de que no te lo tomas en serio, por mucho que sea un tema de bailar y echar relajo”.
Entre la máscara, la capa y el sombrero, un traje completo de huehue puede costar más de 10 mil pesos, de modo que sufragar una tradición como esta no es nada barato para sus practicantes. Y va más allá del traje, pues la música que ellos utilizan no es una grabación, son tres intérpretes en vivo, que utilizan además un amplificador para que tanto la gente como los bailarines puedan escuchar bien las melodías. “Nosotros les pagamos 2 mil pesos por día a cada músico, más otros 2 mil del sonido, ya son 8 mil por día que tenemos que poner, muchas veces en gran parte de nuestra propia bolsa, porque aunque hay veces que con la cooperación de la gente podemos reunir hasta 4 mil, pues el resto sí tiene que ser costeado por nosotros”.
Para ellos, el apoyo del gobierno siempre ha sido más simbólico que real: “sí, de vez en cuando nos han echado la mano, pero con todo y eso somos nosotros quienes siempre tenemos la iniciativa. Hace poco tuvimos la ocurrencia de ir a bailar a las vecindades, algo que casi ya no se acostumbra, y fue bonito ver cómo la gente se esas viviendas humildes, nos daba un apoyo mucho más grande que el que a veces esperamos de instituciones oficiales”.
Hace 20 años, cuando Rogelio comenzó a bailar, su cuadrilla ensayaba en Casa Aguayo, que entonces era una vecindad en ruinas: “nos metíamos por una puertita y a darle”. Actualmente ensayan en un lugar conocido como “La Quebrada”, justo a la vuelta de la vecindad donde habita El Tío. “Tradiciones y costumbres” es hoy una de las nueve cuadrillas que tiene el barrio, aunque es la que más se esmera por seguir conservando el significado íntegro del huehue poblano.
En cuanto a la proliferación de cuadrillas en el resto de la ciudad, Rogelio opina que no es que esté mal, pero eso hace que se pierda la costumbre de “venir al barrio; porque de eso se trata, de que la gente baje aquí a vernos bailar y gritar. Sí hemos salido de repente a colonias, pero la idea es que la gente venga aquí y vea una parte de la festividad del barrio. Luego las personas se enojan de que los huehues cierren las calles del centro y tienen razón, porque para eso es que hacemos esto aquí en el barrio, aquí nos divertimos sin cerrar las vialidades importantes de la ciudad”.
La esposa y los tres hijos de Rogelio lo acompañaron a la entrevista. Su hijo mayor ya está empezando a bailar con los huehues y con ello seguirá viva la tradición por una generación más. “Ahorita sí veo que muchos chavitos le están entrando, aunque algunos no son hijos de huehues como tal”. En ese sentido, Rogelio lamenta el hecho de que incluso en la indumentaria se ve la huella de las nuevas generaciones que llegan sin el conocimiento tradicional: “ya las capas las hacen con sublimado, o luego las máscaras ya las hacen fosforescentes o hasta de superhéroes o luchadores, y pues eso ya rompe con toda la esencia de lo que en realidad se trata esto”.
Se termina el día en el barrio más antiguo de Puebla y nos tenemos que despedir. El Tío nos agradece la visita y nos invita a regresar cuando queramos. En el exterior, los murales hechos por jóvenes artistas se empiezan a ver opacos con la luz a medias del atardecer. Por las calles que vieron nacer la ciudad se escucha la música del violín, la guitarra y el bajo; las voces de “arriba el Alto” y “griten, cabrones huehues mudos” resuenan en las paredes. Volteamos y, a lo lejos, una máscara tiesa y sonriente nos hace una señal en la que vemos la alegría y las ganas de preservar una de las últimas tradiciones auténticamente poblanas.