1. En el momento en que alguna mirada dubitativa se cuestiona si el crítico literario es o no un escritor, o si su labor no es más bien una reflexión indirecta: el texto del texto. O como escribió con ironía Alfonso Reyes, “una insolencia de segundo grado y un último escollo en la vereda de los malos encuentros”. Entre ese demiurgo creador que es el poeta, el narrador, o el autor de una prosa literaria divorciada de la teoría, y un beligerante crítico ofuscado en provocar la discrepancia de opinión. Cuando la pregunta por la primacía o no del crítico surge, se derrumban frente a la mirada dubitativa de quien la enuncia, siglos de literatura, de mamotretos y opúsculos breves, ahora consagrados como clásicos, girando alrededor —no sólo del tema literario— sino de la crítica como esencia misma de quienes pueden tener la facultad de juzgar: supongo, cualquier ser humano de cualquier época.
2. Cuando comencé a gatear por la isla de la filosofía, esa que parece un insólito terreno para los no iniciados, quise antes tener el mapa completo del lugar y aprender a caminar sin temor a tropezarme con alguna piedra demasiado grande, o quedar aplastada por algún viejo árbol, o peor aún, ser raptada por esas mareas extranjeras de “filosofía sucursalera” que como llegan a la isla, fugaces y superficiales, de igual manera se van. Recorrí la isla por muchos años, encontrándome una fórmula para comprender la arquitectura de sus construcciones conceptuales: la filosofía me apareció entonces como una posición crítica, no sólo frente al mundo y las circunstancias de ese amplio espectro que refiere a lo humano, sino que también es crítica literaria. La filosofía remite siempre a autores del pasado, juzga libros de ciencia, de novela, de historia, de poesía y a veces, incluso, peca de autocrítica. Es una continua diatriba al pretérito que no se queda ahí, sino que, derrumbando viejos sistemas, se proyecta hacia el futuro, para después, ser nuevamente reseñada de forma negativa o positiva, por nuevos filósofos.
3. La filosofía es crítica literaria en potencia pero creación pura en acto, se abre siempre en la encrucijada de comentar libros ajenos. Pero si hemos de correr a los literatos por envenenar con quimeras y sentimentalismos a toda una República, antes de condenarlos al exilio, arrojémosles unos cuantos libros de filosofía, para ver si alguno de ellos, en una meditada metamorfosis, puede hacer crítica literaria de hondura. No Platón, el problema no eran los poetas, el problema es quien osa convertirse en crítico desconociendo ese costoso terruño arrendado por la filosofía, queriéndose brincar los cimientos de toda posible crítica. Porque George Steiner no es menos filósofo que crítico, ni más crítico que filósofo. La crítica, esa nación de las palabras en la cual —escribe G.S. — se “funden la filosofía y la literatura, donde pleitean la una con la otra en forma o en materia, [ahí es donde] pueden oírse los ecos del origen”.
4. Imagino, con una metáfora simplista, que la filosofía avanza como el cangrejo, retrayéndose al pasado, aniquilando con su crítica, la frondosa copa de sus árboles, pero sin destruir por completo sus raíces: no es posible olvidar el pasado, sin antes intentar superarlo. Siguiendo la idea de un filósofo germano, de quien ahora he olvidado su nombre, toda destrucción aspira a construir un paraje atemporal, como el péndulo sin manecillas, que oscila de atrás hacia adelante, de adelante hacia atrás, en el eterno retorno de una vida nueva, de una voz que se ufane por traer la verdad.
5. La labor del crítico no consiste en su amor o nostalgia por el pasado, sino en la violencia con que habrá de enfrentar y retardar la ineludible vejez, la tajante beligerancia contra el anacronismo de sus propias palabras y la impasividad de su crítica. Tendrá entonces que analizar las hojas de los libros esmeradamente, con lupa y bajo el sol, en el mejor de los casos provocando un incendio: que de las cenizas surja la novedad, o le despierte al lector, un chispazo, aunque sea fugaz, de inteligencia. Como escribe Gómez Dávila, el “verdadero progreso es la traición del discípulo, la injusticia crítica, el odio doctrinario”.
6. Una ambiciosa aspiración, adherirse a una crítica literaria estoica, que funde su imperativo —como sugiere Montaigne— en renunciar a lo útil por lo honesto, en hablarle al papel de la misma manera en que se le habla a quien se nos atraviesa en la calle. Una crítica franca, construida si bien a partir de la obligada labor teórica, filosófica y filológica —que podría, en su aspiración de erudición, distanciarse demasiado de la propia voz— también desde la transparencia de la opinión personal, una crítica que devele una postura, explícita o sigilosa, del yo.
7. Volver a la crítica no sólo como esa obra de beligerancia filosófica, sino al mismo tiempo, como un movimiento de autocrítica, que anide en su interior un compromiso ético con la vocación literaria, uno que le apueste a la virtud antes que a la utilidad sobre lo que se escribe. Aceptar la decadencia de una obra y diagnosticar la metástasis de un libro que debería darse por muerto —así fuera el libro de un rey—, o reconocer el valor intelectual del peor enemigo. Seguir el estoicismo de Montaigne, deleitarse con esta “honesta ocupación, no buscando otra cosa que la ciencia que trata del conocimiento de sí mismo y que me enseñe a morir y a vivir bien”, pensando hasta el final desde la lucidez. Una crítica literaria y una filosofía crítica, que, tal como escribiría Harold Bloom, surja “de una necesidad personal, que refleje la búsqueda de una sagacidad que pudiera consolarme y mitigar los traumas causados por el envejecimiento” y la muerte.