Por Marco Antonio Martínez
El pasado 23 de agosto se celebró el día de Santa Rosa, por tal razón dedico este espacio al platillo más emblemático que no puede faltar en ningún banquete. Empezaremos con su etimología, del náhuatl «moli»: mole, guisado, salsa, potaje, guiso.
El cronista Artemio del Valle Arizpe, en 1927 da cuenta de esta historia por primera vez.
Esta información es la que también proporcionaban grosso modo los guías en el Museo de Arte Popular Poblano que estaba situado en el exconvento de Santa Rosa, que hoy continúa en reparaciones después del sismo de 1999 y solamente está abierto su patio interior, por supuesto su famosa cocina y la «despensa» al público.
Se dice que cuando el Virrey Tomás Antonio de la Serna y Aragón, Conde de Paredes y Tercer Marqués de la Laguna se encontraba de paso por la ciudad de Puebla de los Ángeles, pidió un platillo que deleitara su paladar, y fue así que una monja del Convento de Santa Rosa puso su más grande esmero en un platillo que terminó por cautivar al virrey, y hoy en día todos lo degustan.
Durante su estancia en la Puebla de los Ángeles, de todos los conventos y de todos los beaterios, le mandaron maravillosos platillos para deleitarlo; sin embargo del Convento de Santa Rosa no le habían enviado nada, dicho convento tenía gran fama por la maravillosa sazón de la comida que ahí se preparaba, a diario los criados de las casas grandes se aglomeraban en la portería del convento, con fuentes de plata o de porcelana, para llevar a sus amos aquellos prodigiosos guisados de Sor Andrea.
En el Convento de Santa Rosa estaban muy preocupadas porque no sabían qué platillo le podían ofrecer a su Excelencia, el Virrey Tomás Antonio de la Serna y Aragón, todas las monjas depositaron su fe en Sor Andrea de la Asunción, quien poseía una excelente sazón para preparar deliciosos platillos; sin embargo, no se le ocurría ningún milagro de aquellos con que sorprendía a toda la ciudad.
Sor Andrea de la Asunción, la riqueza culinaria.
Las monjas del Convento de Santa Rosa le rogaban a Sor Andrea que utilizara su ingenio para crear un platillo digno para halagar al Virrey, ya que ella se había opuesto a que se le mandara el conejo en arroz que había propuesto Sor Petra, el queso de huevos y el asado de puerco que dijo Sor Paz, las lonjas con pebre blanco que indicó Sor Clara, las orejas de vaca rellenas y fritas que propuso Sor Luisa, las gallinas gachupinas que deseaba Sor Antonia, la angaripola de pies de cerdo que quería Sor Fermina y los hojaldres fritos con muchos faldellines que hacía Sor Liberata, y que tan ilustre fama le habían dado a su convento.
Mole poblano la creación de Sor Andrea.
Sor Andrea quería mandar a su Excelencia un plato exquisito, delicado, en el que estuviera el espíritu de México en todo su esplendor; pero no hallaba cómo poner ese plato, para que fuera algo encantador, para el refinado y exigente paladar del Virrey.
¿Qué rico guisado iría a descubrir Sor Andrea? “El descubrimiento de una vida nueva importa más para la felicidad del género humano que el descubrimiento de una estrella”, escribe el maestro Brillant Savarin.
“Entró Sor Andrea a la cocina y pensativa se acercó al fogón, ya estaba a punto de florecer la gracia de lo maravilloso.
La tarde anterior había mandado matar Sor Andrea (De la Asunción) un guajolote que engordaron en el convento con nueces, castañas y avellanas, que destinaban para guisárselo al señor obispo, en una bandeja estaban ya cortadas las piezas.”
Así que se encomendó a San Pascual Bailón y con la oración que reza:
“Pascualito muy querido,
Mi Santo Pascual Bailón,
yo te ofrezco este guisito
y tú pones la sazón”.
“Inspirada, cogió Sor Andrea un pote vidriado con chile ancho; de otro, chile mulato; de una caja michoacana, negra y rameada, sacó chile chipotle y de otra hizo una cuidadosa y una minuciosa selección de rabioso chile pasilla. Secos y arrugados estaban todos los chiles y crujían en sus manos como si estrujase las hojas de un viejo infolio.
En una cazuela echó manteca, y cuando empezó a chirriar, los tostó en ella todos revueltos, y en un comal tostó también ajonjolí, revolviéndolo unciosamente con una cuchara.
Cada granito subía su esencia olorosa por el aire, y todos juntos la unieron para tenderla en el convento por encima del perfume de las rosas del jardín y de la sutil fragancia que emanaban de la capilla doméstica, y de la que fluía de las pequeñas celdas.
De las orcitas talaveranas del limpio anaquel fue sacando Sor Andrea clavo, pimienta, cacahuate, canela, almendras, anís y de un tarro tomó unas pulgadas de comino y empezó a moler todo eso, mezclándolo, en un mortero. Del tibor chino, azul y blanco, en que se guardaba el chocolate monjil, tomó dos tablillas y las juntó a los ingredientes que acababa de moler, y el almirez volvió, alegre a tintinear persistente con un clero repique de campana jubilosa. En otro almirez, también de voz límpida, machacó jitomates, cebollas, ajos asados, recogiéndose la manga del hábito para que no se le quedara en ella ningún avillanado rastro cebollero.
Luego juntó todas las especies con el ajo, el jitomate, la cebolla y lo mezcló con los chiles y con unas tortillas duras que sacó de lo hondo de una olla alta, y en seguida empezó a moler todas aquellas cosas.
Subía y bajaba suavemente el torso de la monja, palpitándole las blancas tocas al subir y al bajar sobre el metate la gruesa mano de piedra, metlapille. Ya para crear la masa en espesa onda bermeja sobre la artes, con el filo de la mano recogía rápida, subiéndosela con ágil movimiento a la palma volviendo ésta hacia arriba, para ponerla en seguida encima del metate y seguir triturándola firmemente.
Las monjas, en todas esas operaciones, que eran como repetidas hazañas, la veían estupefactas, con admiración y la madre sacristana, juntando las manos dijo:
–¡ay, madre mía, y que bien mole su reverencia!…
Un cándido júbilo de risa tintinó lozano en las bocas de las otras Sores por la equivocación de la dulce sacristana… “Madre: muele, muele; no mole, madre por Dios”, repitiendo todas en coro festivo, y volvieron a derramarse las risas por la cocina, frescas y claras, en consonancia con los fulgores innumerables de los azulejos.
Hermana Sor Marta, con su gracioso lapsus linguae que ha levantado tanto regocijo en nuestras hermanas, le ha dado vuestra reverencia nombre a este guiso que compongo con el fervor divino. Mole se ha de llamar, aunque también sé que la palabra “mole” en náhuatl significa salsa o guisado.
En seguida, en una reverenda cazuela de barro, de barro había de ser para perfume castizo se uniese delicadamente al de las viandas, al calor del fuego manso, en el que previamente se quemó romero y tomillo para alejar a los malos espíritus, Sor Andrea echó aquella mixtura bermeja, que hizo chirriar, reír largamente a la manteca y amplia de risa ventura.”