Dinero y eros: Leo un poema del francés Jaques Prévert, quien narra entre sus versos, la historia del hombre enamorado que quiere comprar flores, llevando su mano al bolsillo y encontrando el dinero para dicha transacción: la de las flores a cambio de dinero, la de las flores a cambio de amor, la del dinero a cambio de besos. El hombre busca el dinero en el bolso de su pantalón, también se lleva “súbitamente la mano al corazón y cae / al mismo tiempo que cae / el dinero rueda por el suelo / y también las flores caen / al mismo tiempo que el hombre / al mismo tiempo que el dinero (…) Hay tantas cosas por hacer / con ese hombre que se muere / esas flores que se marchitan / y ese dinero / ese dinero que rueda / que no deja de rodar”. Ese dinero que no se detiene, que se mueve de una vieja pasión a un nuevo anhelo, que puede ser transferido de un amor a otro. Que consigue, muchas de las veces, ser el símbolo de una relación exitosa, o en su ausencia, de su irremediable fracaso: el hombre que cae, el dinero que rueda, las flores que se marchitan, la pasión que agoniza, el amor que muere.
Inversión y eros: Pero no sólo la transacción amorosa puede ser económica. Las relaciones estables sostenidas mayormente por el dinero no son la única manera de pensar al eros como una inversión. El amor puede buscar su propio camino como forma de consumible, como un medio para otros fines: teleología pura. Las relaciones de pareja pueden servir también para acrecentar nuestro prestigio, para ampliar nuestra planilla de amigos y contactos, para conseguir la fuerza de enmendar nuestro camino en la vida, y para muchos otros asuntos que, pensados desde una cabeza fría, podrían convertir al amor en un generador maquinal de resultados. En un cálculo mental que no daría paso a un enamoramiento irracional, pero sí a un acompañamiento afectivo de una empresa común: el eros como inversión.
Dinero sin eros: De semejante idea en la cual la nobleza y pureza del amor —si es que eso existe—queda mutilada por el cómputo de los afectos, me viene a la cabeza otra forma de cómputo, y es la del sujeto solitario, autoexplotado, el que no encuentra ni tiempo ni ganas para el eros. El individuo que también mutila y calcula la sobriedad de sus propios afectos para no perderse en su camino, para no naufragar en su intento de volverse exitoso para sí mismo. ¿Para qué traer el infierno del otro a nuestras vidas —éste infierno del cual Sartre nos advirtió—, si podemos seguirlas con la serenidad y civilidad que sólo puede garantizarnos la soledad, e incluso el goce certero de nuestro propio onanismo?
Este ser autoexplotado sí tiene amor, pero sólo a su profesión, una virtud o un defecto —depende desde que lente moral se analice— de esta época super competitiva. Dirían los puristas de los afectos, que este afán por el trabajo y el éxito profesional se funda en una relación neurótica hacia el dinero: el que se explota a sí mismo lo hace en aras de conseguir una mejor posición, mayor reconocimiento y al final, sí, más dinero.
Byung-Chul Han llama a estos hombres que ponen todo esfuerzo en su trabajo y nada más homo laborands, obsesionados con la vita activa dejan de lado cualquier posibilidad contemplativa o afectiva de su tiempo. El filósofo se espanta ante ellos, la sugerencia ética que dará, es reintegrar a la vida sobradamente activa, esa otra dimensión meditativa, abrirle la puerta al mundo de los afectos, a la riqueza emocional, a esa otra dinámica que exigiría más tiempo y menos trabajo, pero que quizá, en esta época, significaría más eros, pero menos dinero.
Dinero sin tiempo: Este individuo que se explota a sí mismo puede conseguir para su propio éxito tener dinero, pero no tiempo. Byung-Chul Han parece tener una visión pesimista al respecto, escribe que la cotidianidad contemporánea no transcurre más que en el trabajo, la absolutización del trabajo no sólo erosiona la posibilidad de tener tiempo lúdico, sino que también aniquila esos momentos de amor, que para algunos nostálgicos, podrían garantizar, hasta cierto punto, una cierta salud mental.
Han escribe que para el hombre y la mujer contemporánea “el trabajo es tiempo, no hay un tiempo que no sea trabajo”. El individuo que se explota a sí mismo lleva su vida de manera mecánica bajo la premisa de cumplir con el tiempo de trabajo, uno que abarca la totalidad de sus horas del día, convirtiéndose en “un trabajador, que tan sólo acaba con el tiempo” y no en un trabajador que tiene tiempo más allá del trabajo. Volviéndose insensible a cualquier mejora en otros ámbitos de su vida, lo único que parecería importarle, aunque se vuelva un tipo de autómata, es el algoritmo final: tener dinero, aunque no tenga tiempo.
Tiempo sin dinero: Dice el filósofo Byung-Chul Han que antes la explotación provenía por parte de alguna instancia externa, de una represión ajena a la propia individualidad, pero en la actualidad “uno se explota a sí mismo figurándose que se está realizando; esa pérfida lógica del neoliberalismo que culmina en el síndrome del trabajador quemado”, en vidas confinadas al estrés y no en menor grado, a la soledad. Sin embargo, si lo pensáramos desde una visión menos negativa, la actual exacerbación del individualismo también implicaría un mayor grado de responsabilidad y consciencia hacia las acciones y consecuencias propias: el individuo que se explota a sí mismo siempre será el dueño de sus logros, o el culpable de su propio fracaso.
Toda pobreza material, pero también toda pobreza afectiva, sólo correrá a cargo de la inversión que uno le dé a cada uno de los rubros que conforman la complejidad de su vida. Todo éxito laboral, pero también todo éxito personal, dependerá del equilibrio de invertir más tiempo, más esfuerzo o más dinero a determinada finalidad. Por ejemplo, se puede tener más dinero, pero menos tiempo. Y aunque el dinero pueda comprar muchas cosas, e incluso sea capaz de conseguir por medio de éste una cierta dosis de amor de pareja, quizá no sea posible comprar a través de ninguna transferencia bancaria, tiempo libre. Por otro lado, también se puede optar por tener más tiempo, pero entonces se tendrá menos dinero, y esto último, es algo que la autora del presente artículo y muchos de sus amigos que la rodean, como característicos seres autoexplotados de la época, no estarían dispuestos a asumir.