El modo de disfrutar la vida ha cambiado en los últimos años, tal parece que alguien nos apresura a consumir el tiempo y mantenernos ocuparnos para sentirnos vivos y no tener esa culpa de hacer “nada”.
Se da un culto a la productividad, y no solo en el ámbito laboral, sino también en el tiempo llamado “libre”, del que, como se vio en los confinamientos pandémicos, tratamos de sacar el máximo provecho a través de la creación artística, las clases de pilates o el noble oficio de la panadería doméstica. El objetivo general es trabajar más, consumir más, formarnos más o vivir más experiencias de las que luego dar buena cuenta en las redes sociales. El minuto se exprime al máximo y la vida se acorta con respecto a su contenido deseado. Pero la infelicidad sigue ahí.
“Somos el tiempo que nos queda”, escribió el poeta Caballero Bonald. Toda nuestra actividad parece tener que estar dirigida a un fin concreto, mientras que genera culpa, y puede hasta ser sospechoso, eso de “perder” el tiempo.
La tecnología nos permite hacer más cosas en menos minutos, y hace que la exigencia laboral o la posibilidad de realizar muchas actividades nos acompañe en cada momento y lugar: nos da la impresión de que podemos sacar mucho más partido a nuestros días. Al mismo tiempo, mediante el proceso llamado infoxicación, puede sobreestimularnos a través de continuos mensajes, avisos, correos, notificaciones, y minar nuestra capacidad de atención a cambio de pequeñas dosis de dopamina, haciendo que estemos en todo y en nada al mismo tiempo.
Para muchos, ya es difícil trazar una línea que separe claramente lo que es el tiempo de trabajo y el tiempo de ocio o cuidados. Simultaneamos quehaceres y saltamos de una cosa a otra, ya sean tareas o entretenimientos, a toda velocidad.
En vídeos de YouTube o en los anaqueles de las librerías se nos ofrecen manuales o tutoriales para sacar todo el jugo a nuestro tiempo y, paralelamente, métodos para intentar frenar: el veneno junto al antídoto. El hecho de estar en el mundo es cada vez más problemático.
Las personas se ven impelidas a construir constantemente su marca personal, a dar una imagen de éxito, a adaptarse a las exigencias del mercado en todos los aspectos de la vida. El cursillo por internet para hablar en público generando impacto, la foto en Instagram del crepúsculo en la playa, las horas de fitness para lucir una imagen atractiva, el divertido reto que se propone esta semana en TikTok, la formación constante durante la vida laboral para adaptarse a un mercado cada vez más cambiante, al compás de las continuas innovaciones tecnológicas (que no tienen por qué identificarse siempre con el progreso). “No tiene nada de malo formarse, adquirir habilidades y conocimientos, el problema reside en la lógica que lo mueve”, explica el sociólogo Jorge Moruno, autor de libros como No tengo tiempo. Geografías de la precariedad (Akal).
Tenemos límites y necesitamos descansos corporales y mentales
“Aunque pensemos que corriendo y ocupados estamos haciendo mucho más y siendo más virtuosos, la ciencia del comportamiento ha descubierto que la escasez de tiempo crea un fenómeno llamado túnel”, explica Brigid Schulte, autora de Overwhelmed: Work, Love and Play When No One Has the Time (abrumados: trabajar, amar y jugar cuando nadie tiene tiempo) y directora del laboratorio Better Life Lab at New America.
Resulta como si la visión periférica se oscureciera (metafóricamente) y avanzásemos en una tiniebla en la que es difícil tomar decisiones acertadas, teniendo en cuenta el gran cuadro y no solo la pincelada. Según informa Schulte, cuando estamos metidos en ese túnel nuestro cociente intelectual puede llegar a caer 13 puntos.
Se proponen otras opciones para ocupar nuestro tiempo. Por ejemplo, la artista Jenny Odell, afincada en el ajetreado Silicon Valley, se rebela contra este culto a la productividad en su libro Cómo no hacer nada. Resistirse a la economía de la atención (Ariel).
La inacción es para ella una forma de protesta ante el capitalismo desbocado que se ha enseñoreado en cada rincón de nuestro tiempo: actividades sencillas que redunden en el bienestar personal y nada más, como observar los pájaros o dedicarse a dar largos paseos, pueden mejorar nuestra vida e incluso considerarse como un acto íntimo de resistencia política. “Si la ciudadanía del siglo XX se vinculó con el derecho al trabajo, la del siglo XXI tiene que hacerlo con el derecho al tiempo: el derecho a vivir con dignidad como algo garantizado al margen de la situación laboral”, apunta Moruno. Cuando en nuestro tiempo libre nos asalte esa insidiosa voz interior para que hagamos algo útil, a veces conviene decir, siguiendo al escribiente Bartleby creado por Herman Melville: “Preferiría no hacerlo”.
Con información de El País