En su llegada a la pantalla chica, Mike Flanagan, director de películas como Oculus: el espejo del mal (2013) y Doctor Sueño (2019), ideó una estrategia fructífera en términos creativos y rentable en términos económicos: ofrecerle a una plataforma como Netflix la producción de una serie de ficciones que recuperaran los clásicos de la literatura del terror. De esa premisa nació la ‘trilogía de las mansiones’, como podríamos bautizarla, casi como un guiño a la célebre ‘trilogía del departamento’ que gestó Roman Polanski con Repulsión (1965), El bebé de Rosemary (1968) y El inquilino (1976). Los títulos de esta tríada de Flanagan son La maldición de Hill House (2018), La maldición de Bly Manor (2021), y La caída de la casa Usher, que estrena Netflix hoy en su plataforma. Con entre ocho y diez episodios cada una, no solo forman una exploración conjunta del espacio como elemento clave del terror, sino que recogen la obra de célebres creadores del horror literario. Flanagan se piensa como el continuador, en un nuevo lenguaje, de una tradición legendaria.
La maldición de Hill House estaba basada en la famosa novela de Shirley Jackson, autora clave del horror de posguerra, signado por perturbaciones psicológicas y ansiedades nucleares. La exégesis de Flanagan a la hora de inspirarse en el material de Jackson consiste en rastrear sus influencias y al mismo tiempo asumir sus continuidades, por ejemplo la que ha ejercido el propio Stephen King, quien se ha declarado fan incondicional de la autora de La lotería. Entonces la ‘mansión’ se convierte en el recipiente de la familia Crain en el pasado, catalizador de sus traumas y tragedias, mientras en el presente sus paredes supuran esa interminable purgación que recreaba Jackson en forma de experimento literario. Esta primera miniserie es quizás la más compacta, basada en una novela y en una unidad de estilo, que tiene al género como eje y fundamento de su concepción. La casa no es el marco sino un personaje más y tanto en el pasado de los Crain, definido por la niñez y la inocencia, como en el presente, en el que cada adulto debe lidiar son sus pesadillas como puede, volver a la casa es una forma de castigo pero también de redención.
En su siguiente eslabón de la trilogía, Flanagan elige un autor bisagra entre la narrativa americana y la inglesa. Henry James, ni de aquí ni de allá, afincado en cierta tradición realista en sus primeras obras y fundador de los relatos de fantasmas del siglo XX. La maldición de Bly Manor está basada en varios de sus cuentos aunque toma como hilo conductor el más célebre del autor: “Otra vuelta de tuerca”, publicado en 1898, pieza fundamental para comprender el valor del narrador en la literatura, en tanto cuando se torna ambiguo y poco fiable nos deja libres para la exploración de lo sobrenatural. Si en Hill House las coordenadas del terror eran esenciales para el devenir narrativo de la serie, en esta segunda entrega es más importante la tradición gótica del siglo XVIII de la que se nutre James. Uno podría asegurar sin arrepentirse que Bly Manor es un melodrama gótico antes que una relato de terror. Su aura melancólica, su erotismo larvado, su tensión entre lo real y lo imaginado no solo revelan la alteración emocional de la protagonista, una institutriz al cuidado de unos niños en la Inglaterra de los 80, sino la propia constitución de ese universo espectral.
Como no podía ser de otra manera, a la hora de cerrar su exploración por las casas famosas de la literatura terrorífica era indispensable abordar el magnífico cuento de Edgar Allan Poe “La caída de la casa Usher”, publicado por primera vez en la revista Burton’s Gentleman’s Magazine en 1839. Pieza notable del terror contemporáneo y manifiesto perfecto de la retórica del autor, el cuento que narra el hundimiento de la familia Usher a través de la voz de su hijo prodigio Roderick es el punto de partida de la reflexión de Flanagan. Como hiciera con James, el director de Misa de medianoche (2021) –notable creación también para Netflix- aquí recoge varios de los cuentos del escritor estadounidense y los coloca como títulos de sus episodios, al igual que reparte nombres como Próspero de “La máscara de la muerte roja” o C. August Dupin de “La carta robada” como bautismos premonitorios para los personajes. Su aproximación escapa a la adaptación literal del cuento madre sino que consigue una amalgama efectiva de los gestos que definieron el trabajo de Poe y marcaron su legado en el horror.
La serie comienza casi por su final. Es decir, la caída anunciada de la casa Usher. Lo cual supone la extinción de su poder y la muerte de gran parte de sus miembros. Como en el cuento original, que comienza con la llegada del narrador a la mansión de su amigo Roderick Usher para asistir a la confesión de su desgracia, la historia de Flanagan también supone una larga charla confesional. No a un amigo sino a un adversario en los tribunales: C. A. Lupin (Carl Lumbly) es aquí un fiscal encargado de llevar al estrado a la poderosa familia, dueña de una compañía farmacéutica, por la venta de opioides que dejaron un sinfín de consumidores adictos y una larga lista de víctimas mortales. Lo que Lupin no pudo conseguir por la vía legal en los tribunales parece obtenerlo a modo de extensa revelación bajo el techo de la antigua mansión, ajada por el tiempo y consumida por la ruina moral de sus habitantes. Roderick (Bruce Greenwood), agitado por la muerte de sus seis hijos y la inminente condena a su empresa, está dispuesto a decir la verdad.
Los ocho episodios proponen una exploración de esa historia, que se remonta a los años 50 cuando Roderick (interpretado de joven por Zach Gilford) y su hermana Madeline (de adulta Mary MacDonell; de joven, Willa Fitzgerald) estaban a cargo de su madre, secretaria y amante de un poderoso empresario, hasta el presente, en el que la poderosa corporación de los Usher, bautizada Fortunato Pharma y artífice de Ligodon, la droga mágica que termina sellando su destino, se encuentra en las vísperas de su caída. Lo que conduce el relato es la cadena de muertes que conlleva la maldición de los Usher y el accionar de una misteriosa entidad llamada Verna (Carla Gugino) quien dotada blande el garrote del castigo. Crisis de los opioides y las adicciones, codicia feroz y exhibicionismo de los megamillonarios, frivolidad y narcisismo en la era de las redes sociales son quizás las tres claves que Flanagan usa para enquistar su relato en el presente bajo una puesta que se piensa como análisis de la cosmovisión de Poe antes que como acumulación de citas o guiños a sus cuentos y poemas.
De alguna manera estos Usher se parecen más a los personajes del barco de El triángulo de la tristeza de Ruben Östlund o a los estúpidos monarcas de La favorita de Yorgos Lanthimos, todos habitantes de una vida privilegiada a la que responden con arrogancia y vacuidad. Por ello La caída de la casa Usher tiene más del teatro de la crueldad que del terror convencional, al cual solo le reserva las explosiones en ocasión de cada muerte, concebidas como “set pieces” (puestas armadas para una lúdica sanción de los pecadores). Flanagan no deja de sentirse más unido a ese dios castigador que tanto seduce a muchos directores contemporáneos a la hora de pararse frente a sus personajes, que a la sensibilidad trágica y desolada que expresa la pluma de Edgar Allan Poe. Quizás ese es el gesto que distingue a esta última incursión en el terror de las mansiones de las anteriores: la mirada externa sobre los personajes.
En La maldición de Hill House, astutamente Flanagan situaba el horror en la mente de sus criaturas. Eran ellos mismos sus verdugos y sus traumas y tragedias pasadas, la carnadura de los fantasmas que los perseguían sin descanso. Para La maldición de Bly Manor, el director se reservó una mirada más dolida sobre la tragedia inevitable. Tanto la Dani Clayton de Victoria Pedretti como los pequeños Wingrave deambulaban como condenados por un mundo que sacrificaba a los frágiles para hallar en la mirada del creador la única piedad posible, el solitario cobijo frente a la desolación. Los habitantes de la casa Usher, en cambio, son todos mezquinos y egoístas, bastardos e improductivos que ven en el dinero y las posesiones la reparación de sus carencias de infancia. No solo para cada uno de los seis hijos de Usher, todos tentados por la adulación al patriarca o sumidos en una autodestrucción edípica, sino para el propio Roderick, a quien vemos en el final de su vida rodeado de fantasmas que solo él ve, y cuya aparición no merece la contención de la cámara sino su insistencia en el merecido padecimiento.
Casi como una amalgama entre Succession y las pruebas mortales de la saga Saw: el juego del miedo, La caída de la casa Usher se concentra en una narrativa de la crueldad que usa el terror como castigo, como inevitable tortura para aquellos que han perseguido el poder a toda costa. Flanagan encuentra en Poe ese momento inaugural para el género, un escritor pionero del siglo XIX, emblema del secularismo y el progreso unidos en un mundo que ha perdido lo sagrado y solo persigue triunfos materiales y efímeros. Y como narrador del siglo XXI es aún más severo que su inspirador, más duro con esas criaturas pequeñas de alma. Aún con sus altibajos en la confección de cada una de las series, con ese estilo explícito y algo exhibicionista que lo define, Mike Flanagan sienta su posición sobre cuál es el corazón del terror contemporáneo y cuáles son los monstruos que más miedo deben darnos.
(Con información La Nación)