Juan Pablo Vergara es un periodista salvaje. Arrancó su vida entre el amor, la familia, la Comisión de Luz y Fuerza pero, sobre todo, la poesía. Eran los años setenta, veníamos de la cruda del Verano del Amor, la devaluación del peso del 76, el golpe a Excélsior, los asesinatos de Charles Manson, de los Ángeles del Infierno golpeando a un negro en un concierto de los Rolling Stones.
Había pasado la encuerada de Avándaro y los intelectuales de la época persignándose y tratando de mantener su pinche statu quo. Ahí aparece Vergara, nacido a mediados de los 50, corriendo aún en otro país, en otra ciudad de México y en otro Huauchinango. El relato es la visión de un periodista salvaje, aquel que desde su mirada trataba de entender cómo un gobernador que había sido secretario de gobernación, “El último de seis años” lo llamaban, a quien lo vinculaban con la muerte de Manuel Buendía y el caso de Kiki Camarena, vivía solo con su soledad en Casa Puebla.
Su esposa, la primera dama, no quería posar con la élite empresarial y política de Puebla, “porque esos nacos provincianitos qué van a saber de la vida”. Juan Pablo Vergara, como un periodista salvaje, se atrevió a rascarle los huevos al tigre. Cumplió con la máxima no escrita de que un periodista es un “chismoso ilustrado”. Se adelantó a su época. En ese entonces, ya para finales de los 80 y principios de los 90, comprendió que ser periodista no era sentarse entorno a la mesa del gobernante en turno y llenarlo de zalamerías y, al mismo tiempo, pelearse con el director de comunicación social por el famoso sobre amarillo.
Juan Pablo Vergara era un verdadero periodista salvaje, venía de la poesía beat, pero en la escena se comportaba como el vocalista de los Sex Pistols. Estaba provocando al sistema. En ese entonces, todo el tiempo le dijeron a Juan Pablo: “Perro no come perro”. Y Vergara, el de la voz en la novela, dijo: “Pero yo no soy perro” y quizá entendió por qué el Xoloescuintle era uno de los platillos favoritos de los aztecas.
Vergara rompió las reglas. Escribió sobre las amantes de los políticos en turno. Fue relatando de manera abierta o velada cómo don Alberto Jiménez Morales decía algo para terminar con un “¡chingá!”: muestra clave del poder.
Vergara, además, se negaba a dejar la poesía y la narrativa. Los cronistas poblanos de la época eran pocos y usaban párrafos largos, farragosos. El periodista salvaje, que lo mismo comía en la casa de Silvio Fogel, se aventaba unos taquitos de carnitas del Parral, con su saco a cuadros, su camisa azul, una corbata y un pantalón de pana. Fue el primero que unió el sexo y la política y, sin querer, usó la famosa frase “todo en la vida se trata de sexo, excepto el sexo; el sexo se trata de poder”.
Vergara, entonces, hizo crónica, columna, se metió a las cámaras y las recámaras. Retó a otros periodistas, los dibujó y retrató. Los llamó “los niños cantores” del gobernador en turno y a los boletines de gobierno del vate Torres Salmerón los calificó como el “cancionero Picot”.
Otro gobernador le recordó su estatura política. Hizo un programa de radio en el que le quisieron meter el pie y lo hicieron. Mario Torrín lo censuró. Fue en ese último programa donde Vergara dijo las cuatro palabras que resonaron en todo el cuadrante: “¡chinga tú madre Torrín!”.
Y como la imagen de Scherer y sus colaboradores caminando en Reforma de la Ciudad de México, salieron de la estación de radio Vergara y sus compañeros tras el intento de callarlos.
Pero, ¿quién es Juan Pablo? Es el alter ego de uno de los revolucionarios del periodismo en Puebla. A través de Miedo y asco en Casa Puebla vemos a un personaje que se atormenta porque no quiere dejar de ser poeta. Y como todo poeta, como todo detective salvaje bebía ron, whisky, vodka, y su inseparable tequila blanco.
Vergara tomaba a destajo y se enamoraba igual. Vivió un tórrido romance con una diputada, se casó, fue padre de 2 niñas, se divorció, se enamoró. Nunca admitió su debilidad o debilidades porque Vergara es como un boxeador que sabe que puede perder la pelea, pero no se deja: esquiva, mete dos jabs y un gancho al hígado pero, cuando el poder lo lleva a las cuerdas, se amarra contra su oponente. Cae al suelo, comienzan a contar del uno al diez pero, al llegar al cinco, se levanta. Y todo porque el periodismo, lo sabe Vergara, es un tema de resistencia. Nunca se debe perder por nocaut.
Vergara es de carne y hueso: vive, se enamora, le da un jalón a una cosa blanca parecida a la cocaína mezclada con yeso que le ponen en la mesa. Es un seductor. Es alguien a quien políticos y periodistas odian pero el odio es de color negro y el negro combina con todo. Vergara, es quien nos cuenta a manera de crónica las historias no contadas y no escritas sobre Puebla, como la grabación con que intentaron extorsionar a Jorge Estefan Chidiac.
Vergara regresa a su origen en Miedo y asco en Casa Puebla, porque aunque vivió su Vietnam no ha dejado de hacer poesía, beber a destajo y comer en el Azur o pegarle a un taco de carnitas. Es aún el beatnik que adora a Bob Dylan, pero no deja de ser el Punk de los 70´s; que no le da miedo subirse a una moto y romper madres como un James Dean o un Steve McQueen en sus mejores años.
Juan Pablo Vergara es de carne y hueso y aunque lucha contra el poder es seducido por éste, pero como buen boxeador, como buen poeta, sólo nos quiere contar como un verdadero detective salvaje, como un mejor cronista, lo que no se vio detrás de cámaras. Ahí deja Vergara parte de su legado, de Puebla y un montón de protagonistas. Vergara ahora se ve al espejo y dice: “sigo siendo un poeta”.
Y no es para menos, porque como Roberto Bolaño él es también un auténtico detective salvaje.
Este fue el texto leído durante la presentación de Miedo y asco en Casa Puebla, el miércoles 22 de noviembre de 2017 en el salón principal de Las Bodegas del Molino.
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Por cierto, estuvo bueno el vino y hacía un chingo de frío.