Lee esta interesante anécdota de una mujer que decidió cambiar la rutina que se vivía en su matrimonio. Ella y su marido practicaron sexo durante 360 días, encuentros furtivos, planeados, rapidínes, como sea. Su relación tuvo un cambio significativo, sigue leyendo…
Hace ahora tres años, tuve sexo todos y cada uno de los días durante un año completo.
Respondo antes de que me preguntes lo que me preguntan siempre: no, no fue con 365 hombres. Fue con uno, mi marido. Sí, incluso cuando tenía la regla. No tengo ni idea de qué hacían nuestros hijos mientras estábamos en el tema. Asumo que no nos miraban. Tampoco probamos todas las posturas del kamasutra. Y finalmente, no, no lo hice para salvar mi matrimonio. Lo hice para salvarme a mí misma. El efecto que tuvo en mi matrimonio fue un beneficio meramente adicional.
Poco después de tener a mi tercer hijo, recuerdo salir de la ducha, echarme un vistazo en el espejo y pensar: «¿Quién ha dejado entrar a mi madre?». Desde ese momento hacía lo posible para no verme desnuda. Apagaba las luces cuando hacíamos el amor, llevaba siempre en casa un camisón que me tapaba entera y esperaba a que mi marido saliera de la habitación para salir corriendo de la ducha y vestirme apresuradamente.
Con el paso del tiempo, la ausencia de mi cuerpo desnudo empezó a preocuparme. ¿Se acordaría Andy, mi marido, de cómo soy yo desnuda? ¿Podría dibujarme así sin incluir un edredón gigante o unas medias reductoras desde el estómago a los tobillos?
Se me ocurrió la idea de tener sexo todos los días de la semana durante un año después de hablar con una amiga que lo practicaba con su marido.
«Simplemente lo hacemos», me contó sin darle importancia. Como una rutina diaria, ella y su marido habían hecho el amor todos los días desde que se casaron, y desde mi punto de vista eran una de las parejas más adorables, divertidas y compenetradas que conozco.
Pensar en sexo a diario durante un año me parecía de primeras algo incómodo y pesado, pero también un camino motivador para forzarme a enfrentarme a mi cuerpo todos los días. Quiero decir que, en algún momento, el edredón se caería o dejaríamos las luces encendidas.
Andy, como esperaba, se unió al plan encantado. Y durante un año, excepto por algún viaje y por una gripe, tuvimos sexo todos los días.
Al principio fue duro. A lo mejor estaba en el lavabo quitándome las lentillas cuando me acordaba: «Me muero de sueño pero todavía no lo hemos hecho». Como madre de tres hijos que trabaja en casa, solo de pensarlo me agotaba. No es que fuera una tarea que me diera miedo, es que sacar tiempo para ello me hacía sentir egoísta y exhausta. Lo que realmente me apetecía era tirarme en la cama, ver alguna de las mejores películas de Netflix, comer cereales y que nadie me tocara.
Pero según pasaron los meses, empecé a esperar ese momento con ganas. Sexo llama a sexo, y esas sensaciones saltaron más allá del dormitorio –en nuestro caso, al cuarto de la ropa, al vestidor, al garaje…. Y a nuestra vida en general. Nos volvimos un poco más románticos, tocones, besucones… Sin duda la relación se fortaleció al ritmo que nuestra intimidad florecía.
A nivel personal, el cambio en la forma en que veía mi cuerpo fue asombroso. Después de tres meses me descubrí a mí misma disfrutando del sexo otra vez, elaborando una playlist de canciones que me ponían a tono y sin prestar atención a los ruidos que hacía mi cuerpo curvy –sí, el típico ‘aplauso’ de los muslos al chocar–.
A los seis meses me quité la camiseta en la que seguía escondiéndome, sin importarme que las tetas se bambolearan con vida propia. Por primera vez en muchísimo tiempo, estaba más pendiente de gozar de cada fase del sexo que de buscar el mejor ángulo para disimular la barriga. Los dos estábamos disfrutando de mi cuerpo por igual.
Cuando se cumplió el año, dejé de llevar ropa en casa. Preparaba el bocadillo para el cole en ropa interior, y no me separaba instintivamente cuando Andy me abrazaba por la cintura por detrás. Mi relación con mi marido, y con mi propio cuerpo, había cambiado de forma increíble.
Ahora, tres años después, seguimos haciendo el amor todas las noches.
Por Dios, es broma.
De ninguna manera lo hacemos todos los días, qué va. No porque nos hayamos saturado el uno del otro –aunque admitiré que mi pelvis y mis muslos agradecen el descanso–, sino porque somos humanos, no robots. En cualquier caso, los efectos y lo que hemos aprendido de esa experiencia sigue vigente en nuestro matrimonio.
Primero, aprendidos que esto es duro y que es normal que sea duro. La mayoría de la gente de nuestro entorno no lo hace a diario. Están ocupados, estresados, tienen que combinar los horarios de los partidos de fútbol de sus hijos y pagar las facturas. Encontrar la mejor hora para practicar sexo entre todas esas historias es difícil pero, para nosotros, es necesario. El sexo es lo que nos recuerda que somos una pareja íntima y no solo compañeros de piso encargados de mantener a los niños sanos y salvos.
Segundo, descubrimos la cantidad de sexo y la duración que necesitamos para que los dos estemos contentos en nuestro matrimonio, y que se acople razonablemente bien a las obligaciones del día a día.
Ya no me pongo tensa si pasan dos semanas y se nos ha olvidado el sexo porque también trabajamos nuestra conexión de otras formas. Intimidad no implica necesariamente penetración. A veces es montártelo un rato en el sofá en plan adolescentes, a veces es que Andy compruebe tres veces el grabador de la tele para asegurarse de que se van a registrar todas mis series favoritas. Cada uno decide lo que le pone. Lo importante es esforzarte por mostrar tu amor y tu atracción hacia el otro.
Vía: Good Housekeeping US