Cuando encuentras un tesoro entre la multitud fiel representante de eso que el sociólogo turco Cahil Doguş reconocía como la “puerilidad del turismo masivo de las selfies”, uno se pregunta a sí mismo si debería o no compartir con sus lectores ese chispazo de felicidad, más o menos permanente, que frente a tanta superficialidad nació en aquel momento y aún merodea en su corazón. El día de Nochebuena, mientras caminaba por alguna provincia italiana, a la cual últimamente me he acostumbrado sin mayor optimismo, observaba la hipomanía de la gente haciendo compras de último momento, y a unos extranjeros tomándose cien fotografías frente a monumentos históricos —de los cuales seguramente desconocerían el nombre, pero reconocerían lo imprescindible que es exhibirle al mundo, en sus redes sociales, que han viajado—. Ante mi amargura de ver sonrisas ajenas, con ese tenebroso sentimiento de envidia que confieso me invadió frente a la aparente felicidad que cosas simples como la familia, las tradiciones y las fechas provocan en otros, decidí seguir caminando cercana a la multitud con la mirada burlona, hasta que se me atravesó una librería. Podría ponerse más interesante la anécdota si dijera que era una librería de viejo, pero en realidad no, de hecho, era una librería en la cual vendían mayormente libros de textos y uno que otro saldo de libros de filosofía y arte. Ahí encontré un tesoro, de un escritor supuestamente ruso, Petro Orlov, curiosamente traducido al italiano, un libro que si pudiéramos trasladar al español se llamaría “Del erotismo al amor: un estudio sobre la compasión” (Dall’erotismo all’amore: uno studio sulla compassione), publicado en Verona, bajo un sello editorial independiente.
Orlov define al “amor” como un impulso fisiológico que arroja a hombres y mujeres a tener conductas imprevisibles. El amor, escribe, “no es una tendencia afectiva constante, sino un sentimiento que desencadena una serie de actitudes y comportamientos que nunca pueden ser definidos de la misma manera”. Por ello el amor abre un amplio matiz de posibilidades y no se limita a ser un mero asunto de erotismo heterosexual y monogámico.
La naturaleza impulsiva del amor está condicionada para el escritor ruso por la necesidad que puede ser de índole biológico, como la que nos orilla a buscar una pareja e incluso, sin pensar mucho en el asunto, volverse el móvil que esconde un afán de reproducción. Pero la necesidad podría también ser de índole social, ésta que en cierto sentido exige en toda relación personal algún resabio de amor con el fin de construir un ambiente de paz y fraternidad. O dicha necesidad también puede originarse en una fuerte convicción propia, esa que más allá de cualquier designio social o biológico tomamos como nuestra misión, amando a ciertas personas “políticamente incorrectas” con una descabellada obsesión, incluso si dicho “amor” nos arroja a un estilo de vida autodestructivo, mediado por conductas violentas, depresivas o dependientes. Cualquier forma de amor tiene una mezcla de necesidades, lo cual vuelve difícil hablar del tema desde conceptos inamovibles.
En síntesis, para Petro Orlov, el amor es un impulso primeramente fisiológico que después se va complejizando con determinantes sociales y que, en sentido general, se funda en la necesidad de aceptación de los demás, pero también en una necesidad por entregarse y sentirse en cierta medida útil e irremplazable.
Orlov habla de tres tipos fundamentales de amor que desencadenan una serie de conductas desde las cuales —él cree— se explica tan obtuso sentimiento. El primero es “el amor erótico”, que no es más que la afinidad sexual que cualquier hombre o mujer puede encontrar en otro individuo. El segundo es “el amor compasivo”, y es quizá, escribe Orlov, el modo más sublime y también el más peligroso para aferrarse a una persona. Y en tercer lugar está “el amor paterno o materno”, que se define como esa serie de acciones que un padre o una madre lleva a cabo con tal de proteger a su hijo.
Aunque el amor compasivo no deja de ser un tanto paradójico, porque si bien asegura un grado de serenidad propia que se explica a partir de la evasión de cualquier conflicto egoísta en aras de la resolución de problemas ajenos, finalmente es un amor dedicado a los demás y que duele porque alivia el sufrimiento del prójimo cargando parte de éste y tomando la misión de amar a las personas que se encuentran en momentos difíciles. No por otra cosa la compasión es, en sentido literal, “la identificación ante los males de alguien que arroja al compasivo a sufrirlos en conjunto con el dolido, convirtiéndose también en un ser que sufre”.
El amor que podríamos, por ejemplo, tener hacia un ser querido enfermo, nos podría consumir, reemplazando cualquier interés que no sea otro que ayudarlo a sentirse mejor, o a procurarle una muerte acompañada y menos tormentosa. Sin embargo, advierte Petro Orlov, todo amor compasivo tiene la posibilidad de apuntar, en un sentido negativo, hacia la autoaniquilación, convirtiéndonos en “el enfermero” constante del otro, pero que descuida y fracasa en el cuidado propio.
El amor compasivo muchas veces vuelve a los hombres mártires de su propia afección, “ya sea porque sacrifican todo en aras del otro, o porque en el fondo, hacen del dolor ajeno una forma de salvarse a sí mismos: un placebo, un paliativo temporal que emplaza la resolución de sus propios problemas”. De ahí toda esta moda de lo que Orlov llama “los nuevos mesías”. Hombres y mujeres que en su afán de volverse seres altruistas viajan a zonas de penuria creyendo empoderar al prójimo; o besellers de superación personal que cuentan anécdotas de “vidas inspiradoras” que encontraron en el sacrificio propio, un camino a la felicidad; a la par del resurgimiento de discursos populistas sentimentales, y lejanos al estado laico. Todo esto, no es otra cosa más que la secularización de la compasión cristiana, la filosofía del amor, escribe Orlov, de hombres y mujeres sufridos, que en la intimidad de su cuarto siguen siendo seres sin amor propio.
Sin embargo, el amor más vivo, comenta Orlov, es ese que generalmente inicia como un impulso erótico, pero que va sembrando raíces que luego sostienen la existencia de varias personas. Ese amor mezclado con la compasión, pero también con el erotismo, un amor fuerte y adictivo. Un amor protector, generoso y altruista, que cuida al otro sin esperar mucho a cambio, y que literalmente, cegado por un impulso —a lo mejor biológico a lo mejor social— busca desesperadamente entrometerse en la vida del prójimo a cómo de lugar. Quizá de este tipo de amor, comenta Orlov, se originan los primeros indicios de endogamia, fortaleciéndose sigilosamente un vínculo difícil de destruir, incluso tras el paso del tiempo: el amor en el cual uno se termina volviendo “familia” de otro.
Quizá este último tipo de amor es el que merodea el espíritu navideño, uno que arroja a la mayoría, a pesar de todo, a “estar con los suyos”. Un amor, que si lo vemos desde el pesimismo de otro filósofo alemán, Arthur Schopenhauer, está mediado por la ansiedad de reproducirse y darle continuidad, casi inconscientemente, a la especie humana. O un amor, que como escribiría el ruso Petro Orlov, “en cierta medida, y a pesar del anarquismo juvenil, todos queremos procurar o que nos procuren”. Ese amor, en cierta medida compasivo, que conmemoramos cada navidad, y reproducimos de forma casi inconsciente, en una fecha significativamente occidental, en la cual, “se fundó la familia más importante de nuestra cultura, en un pesebre pobre, ayudada y acompañada de campesinos, pero también de reyes y sabios extranjeros que viajaban a conmemorar el gran nacimiento juntos”, el de la familia en un sentido amplio, el de la pertenencia a un gremio: el de la construcción de una comunidad tolerante. Esa fecha que nos remite al apego a un terruño y a las caras familiares, incluso si éstas nos caen medio mal lo que resta del año.
¡Felices fiestas!