A veces pareciera que ya somos parte de una comunidad postapocalíptica en que solo consumimos redes sociales para tener conexiones con los demás seres humanos: subimos fotos de si nos vacunaron, si nuestros hijos se graduaron, del pastel de cumpleaños, de las últimas vacaciones porque queremos conocer más gente y salir de una bola de cristal en la que nos hemos encerrado.
Primero hay que entender y nunca olvidar que las redes sociales no son nuestras, nosotros somos de ellos. No es una herramienta, nosotros somos la herramienta, no es un producto, somos nosotros el producto y que no hay una persona que nos vea, son robots programados que saben mover nuestras emociones y provocan que estemos ahí pegados todo el santo día como si fuera hipnótico.
Si preguntan ¿esto es una teoría de la conspiración? La respuesta es que no lo sabemos porque todos hemos caído ahí, pero tenemos que aprender a soltar nuestro teléfono y a disfrutar la vida tal y como es.
Ha sido difícil el regreso a la vida normal, la pandemia, las redes sociales y el streaming nos encerraron en una cómoda burbuja. Independientemente de lo que ha provocado un virus, las personas encontraron en las redes sociales el único contacto social que necesitaban. Ahora tú decides cuánto y cuándo interactuar con una persona.
Si no te da la gana ver a la tía chismosa, con un solo “Dios te bendiga tía” o una foto de Piolín mandando buenos deseos, es suficiente para ya no visitarla en su casa. Nos estamos perdiendo de mucho al aislarnos, de reírnos de las anécdotas de nuestros amigos, de aprender las recetas de nuestra abuela o de escuchar los nuevos pensamientos de los adolescentes de la familia. Cosas que son necesarias para nuestro crecimiento, porque inconscientemente, siempre estamos aprendiendo de los demás.
En su último libro Tristes por diseño: Las redes sociales como ideología, el teórico de medios Geert Lovink señala que el origen del aislamiento, la tristeza y la distracción actuales se encuentra en el internet y las redes sociales. “El problema de Internet es más un problema de adicción que de privacidad”, asegura.
El diseño de estas redes está pensado para hacernos dependientes. No son herramientas para que la gente haga cosas conjuntamente ni para crear vínculos. En lugar de eso, están pensadas para no dejarlas. Para sumergirse en un flujo continuo y efímero de contenidos.
Tan solo fíjense en el infinito feed de Facebook, por ejemplo. Ahí se mezcla información de nuestros contactos con noticias de interés público y publicidad. Todo junto en una misma pantalla y con el objetivo de no salir de ahí, sino de adentrarse cada vez más y más para provocar emociones. Para que estemos tristes o enfadados o felizmente distraídos.
En su libro, Lovink se enfoca en la tristeza y el enfado. Hay estudios que se han aproximado al fenómeno y sugieren que tiene una estrecha relación con el trolling y las fake news. También hay una división entre géneros: los hombres tienden a enfadarse, mientras que las mujeres se deprimen. No hay una evidencia científica clara sobre ello, pero hay distintas emociones según el género. Al navegar por Internet, los hombres sienten ira, las mujeres melancolía. Las empresas tecnológicas saben cómo suscitar esas emociones y las aprovechan para retenernos en la plataforma.
En Silicon Valley invierten muchos recursos en estudiar la experiencia de usuario: es una gran industria. ¿Cómo hacen tan placentera la experiencia? Siempre accesible, siempre funcionando. La palabra clave aquí es ciencia del comportamiento. Hay unos cuantos mecanismos que influencian a la gente a seguir conectados: el botón de me gusta, las recomendaciones, las notificaciones, los seguidores, los comentarios, la reproducción automática de los vídeos, los colores…
Algunos disidentes de Silicon Valley ahora pregonan los beneficios de la desconexión. Lo hemos visto recientemente en el documental The Social Dilemma de Netflix, por ejemplo.
Las redes sociales no son simples herramientas. No las utilizamos para hacer esto o lo otro. Nos utilizan ellas a nosotros. Nos distraen. Las notificaciones, las noticias, los mensajes que debemos responder, los me gusta… es un flujo de contenidos infinito. Esta sobrecarga es la que conduce al estrés, el aislamiento y la tristeza, y es lo que hay que combatir. Es necesario retroceder para enfrentarnos a la plataforma en sí. Hay que aprender a alejarse del teléfono de vez en cuando.
Con información de: La Vanguardia