Por Zeus Munive
(Texto publicado en la Revista 360 Grados Instrucciones para vivir en Puebla en Junio del 2013)
Foto: Carlo Echegoyen
Cuando al niño Fritz Glockner le preguntaban a qué se dedicaba su padre, él rompía el esquema en su escuela. “¡Mi papá es médico! ¡Mi papá es abogado! ¡Mi papá es empresario!”, presumían sus compañeros entre los rechinidos de los pupitres y las manos estiradas.
La maestra haría seguramente muecas cuando Fritz se levantaba: “Mi papá es guerrillero”.
“¡Tener un papá guerrillero siempre fue muy chingón! Porque estabas en la escuela y todos querían tener un papá bombero. Pero yo me los chingaba a todos cuando se levantaba mi manita y les decía: ‘Mi papá es guerrillero, ¡putos!’, relata sin soltar el cigarro, pero hinchado de orgullo, el escritor Fritz Glockner.
El autor de Cementerio de papel y Veinte de cobre advierte que su historia no es para tirarse al piso, ni para venderla como melodrama barato. Hoy, convertido en padre primerizo a sus 50 años, lo confirma y está convencido: su padre abandonó a su familia, pero también el camino seguro de la vida acomodada, el de ser el propietario de un hospital para tomar la guerrilla en sus manos, pero por el profundo amor que le profesó a todos sus hijos. Porque luchaba por ellos.
Napoleón Glockner dejó a su esposa Gloria Corte en total encargo de sus hijos: Ligia, de 18 años; Nadia, de 17; Napoleón, de 15; Fritz, de 9 años por cumplir 10, y el menor de todos, que apenas cumplía 2 años, Enrique.
“Siempre lo he dicho: no creo que mi papá se haya decidido por ser guerrillero porque un día haya despertado y haya dicho: ‘¡Ay, que hueva mi vida! ¡Necesito adrenalina! Cabrón, ¿qué hago? ¡Futbolista! No. Soy medio huevón para ser futbolista; este… ¿mago? Ya no tengo las habilidades para aprender la magia. ¡Guerrilla, güey! No mames, ¡me voy de guerrillero!’. No creo que haya sido una decisión de la noche a la mañana, ¿no?”
Contrario a lo que muchos pudiéramos pensar, el año de 1968 no detona exactamente todos los movimientos armados de guerrilla en el país, como cuenta Fritz Glockner. La guerrilla en México siempre existió con líderes como Rubén Jaramillo en los levantamientos campesinos del año 1943, la movilización de Gámez y Gómez en Chihuahua desde el 1963 hasta 1965, así como Lucio Cabañas en Guerrero, mucho antes de 1968.
“¿Qué pasa? Que con el 68 se genera una guerrilla más intelectualizada o ideologizada. Y, si quieres, de ahí también podría partir un poco el germen de por qué mi papá se fue de guerrillero. Nunca se lo pregunté, no hubo tiempo para preguntárselo. Pero me queda claro: fue por amor a sus hijos.”
Napoleón Glockner visitó Cuba alrededor del año 1966; para diciembre del 68 se pincha un dedo y, con su sangre, escribe “ASESINO” en la tarjeta de Navidad que mandaba el entonces presidente de la República, Gustavo Díaz Ordaz, cada año a la casa de su padre, Julio Glockner Lozada, y la devuelve a Los Pinos, así, ensangrentada. Años después estaría tomando las armas, dejó estatus y el hospital Servicio Médico Poblano.
“¿Por qué mi padre se fue a la guerrilla? Bueno, las razones reales, salvo que saquemos una ouija, no las sabremos. Me queda claro que no fue una chaqueta mental, de un día para otro.”
Fritz da total crédito a su madre, Gloria Corte, porque a pesar de que se quedó sola, mantuvo la unidad familiar y evitó, sobre todas las cosas, que esa ausencia se tornara en trauma para sus hijos. Gloria jamás inyectó odio en sus hijos, ni pensó en contar la historia típica del padre que se va por cigarros o con la amante. Sin embargo, Fritz sí tiene que dividirse entre las voces del hijo abandonado por su padre y el adulto que hoy es.
“Aquí siempre cerraría yo con la frase que el niño Fritz ante el abandono siempre ha dicho: ‘¡Chinga tu madre, Napoleón Glockner! Me valen madre los niños pobres de México, cabrón, o las causas nobles’. El niño Fritz quiere a su papá, güey, punto. Y más si era el consentido”, dice el escritor con ese tono ácido, casi cáustico que siempre le ha acompañado.
Inmediatamente después contrasta:
“El adulto Fritz dice: ‘¡Ay, cabrón, mis respetos! Haber tenido los huevos de abandonar familia, abandonar estatus social, abandonar comodidad, por ir en busca de tus utopías. ¡Ah, cabrón! Hay que tener huevos para eso’.”
Para Fritz, su padre no entra en la categoría de héroe; esos “los construyen los historiadores mamones”, dice. Él solamente prefiere admirar los tanates que llevaron a Napoleón a tomar las armas, dejar su vida segura, a su familia, su tierra, su arraigo. Seis meses antes de que Napoleón dejara a su familia, viajó con ellos a Disneylandia.
El paradero de Napoleón lo ubicaron hasta dos años y cuatro meses después. Hasta ese día es que su familia tiene certeza de por qué se fue y que había tomado el camino armado. Era febrero de 1974, Napoleón Glockner era la noticia de arranque en 24 horas de Jacobo Zabludovsky. La televisión les dio la noticia de que su padre era huésped distinguido del famosísimo Palacio Negro de Lecumberri. A pesar del deplorable estado en que Napoleón fue presentado a su familia en Lecumberri, por fin los Glockner tenían un aliciente: la certeza de que estaba vivo.
“Porque ya sabíamos dónde chingados estaba y teníamos la posibilidad de irlo a ver. Claro, haber llegado a Lecumberri en esas condiciones y demás. Pero a pesar de que estabas entrando a las entrañas del infierno, no te daba miedo. Porque estaba yo viendo a mi padre”, cuenta Fritz, que para ese entonces no pasaba de los 14 años.
Huésped distinguido
El historiador no olvida los aromas de Lecumberri. Un sitio que para él ya es una segunda casa, otro hogar. El Palacio Negro le viene a la memoria en ese entonces y hoy, contrasta convertido en el Archivo General de la Nación, casa de todos los fantasmas del país, en espíritu y sustrato.
—¿A qué olía Lecumberri?
—Olía a orines, a mierda, a terror, a pánico, a injusticia, a impunidad, a extorsión. ¡Esos son los olores de Lecumberri! Fuimos todos. Era un domingo común y corriente y, por lo tanto, podíamos entrar todos; bueno, menos Quique, que era un bebé. A ese primer viaje, primer encuentro, no va Quique; van mis tres hermanos mayores: Ligia, Nadia, Napoleón y yo; mi mamá, mi tía Judith, mi tía Minerva.
Fritz se volvió asiduo visitante de Lecumberri, tenía acceso cualquier día, pero se le negaba entrar a las crujías por ser menor de edad. Napoleón residió primero en la crujía G y luego en la A. Y su familia lo visitaba miércoles, sábado y domingo. Así lo hicieron durante seis meses. Hasta la fecha, la madre de Fritz no puede volver a unas cuadras de distancia del Palacio Negro.
Para el escritor es otra historia. El lugar se volvió el espacio físico donde ubicaba a la figura paterna. Fritz hace aquí una advertencia obligada. Nunca le simbolizó un shock, un trauma, pues nunca se ha dejado llevar por las reglas de la tragedia.
“No puedes flagelarte más allá de lo que la realidad pretende flagelarte. Entonces, por eso hablo de que era mi segundo hogar, ¿no? Porque ahí era el espacio, el inmueble donde se encontraba uno de tus amores, una de tus creaciones de la imagen paterna: papá. Y era chingón irlo a ver, muy a pesar de todos los olores y sabores de Lecumberri.”
La familia Glockner tuvo a bien entrar en una cotidianidad con la prisión, la angustia diaria de esperar que Napoleón continuara sano y salvo, pagar la renta de la celda y un extra para que estuviera más cómodo, pues podían ubicarlo en celdas donde estuviera hasta con otros 30 reos. “Aprendes a vivir con la angustia unpoco en la garganta; poco a poco aprendes a tragarla para que no se te quede”, dice Fritz.
Curioso, pero el historiador asegura que no tuvo necesidad alguna de recurrir a psicólogos o psiquiatras para salir de ese trauma en la construcción de una imagen paterna. Se dedicó a escribir lo observado y, producto de ello, fue Veinte de Cobre, la novela donde cuenta gran parte de las anécdotas. Esto le ayudó a evitar seguir, lo que bien llama, las reglas de la tragedia.
“Vengo de una familia con un apellido donde la sátira, el desmadre, el valemadrismo se mama cabrón. Con un abuelo como el que tuve, tan chingón, cagándose de risa de todo el mundo, de él mismo; vienes ahí como de una saga sanguínea cabrona”.
Gracias al patriarcado de su abuelo Julio Glockner Lozada (eminente rector de la Universidad Autónoma de Puebla a partir de 1961, pionero en educación sexual y en el tratamiento de enfermedades en ese entonces llamadas venéreas), Fritz y sus hermanos construyen una identidad paterna más sólida, aunque, cuando el doctor Glockner visitó a su hijo Napo, la imagen de ambos pilares que se derrumbaban en lágrimas provocó un shockque hasta la fecha recuerda el historiador.
“Es una imagen cabrona que yo tengo. Entramos a Lecumberri y ver que mi abuelo llora abrazando a su hijo, quien también llora. Recuerdo que no lloré pero ver esa imagen de mis dos tótems, mis dos ídolos, mis dos pilares, mis dos papás que se derriten, muestran sus sentimientos”. La siguiente imagen de dolor vendría en 1975, año en que muere el doctor Glockner y Napoleón acude al entierro.
“Cuando estamos enterrando a mi abuelo, mi papá llora, pero porque no tengo la asociación en ese momento de que a quien estamos enterrando es papá de mi papá, pero mi padre también. Sí, Napoleón lloraba a su padre Julio. Y yo lloraba a Julio, mi padre y mi abuelo también. Tuve dos padres: Julio Glockner y Napoleón Glockner. Imagínate si no iba a tener una imagen cabronamente de titanes, y es en buen plan. ¡No es por presumirles!”, dice hinchado de orgullo.
Un año después, en 1976, Napoleón es asesinado. Así como primero se enteraron de su encierro por la televisión y 24 Horas, del asesinato se enteraron por una llamada telefónica.
“Como que ya estabas acostumbrado a vivir al borde de la vida. No que no te haya dolido, no que no nos hayamos desgarrado vestiduras ni la existencia. Pero pues se fue de guerrillero, güey, o sea, no se fue de misionero. Y si ya habíamos padecido Lecumberri y si ya éramos cuates de los pinches judas que se la pasaban siguiéndonos a la escuela, al boliche, a la casa de mis amiguitos, de las fiestas. Si ya tenía yo guaruras sin querer. Si el teléfono estaba intervenido desde el 61; desde que mi abuelo fue rector de la universidad, ¿no? Entonces, carnal, pus ya Napoleón Glockner en la memoria de su hijo jamás tuvo esa imagen de desvalido, moribundo o desahuciado. La vida para los Glockner se había definido como una cornisa, como el límite tan delgado entre dar un paso y saltar al vacío.
“Lo que pasa es que no lo creemos, lo que pasa es que no lo concientizamos y lo que pasa es que el oficio de mi papá estaba mucho más evidenciado por el oficio que había escogido practicar, ¿me explico? Y porque habíamos entrado ya al corazón del mismísimo nfierno: Lecumberri.
Frida
Fritz actualmente ve en la paternidad una convocatoria de emociones, esa rara situación, proceso que le tocó a los 50. Su primera hija (y al parecer será la única, según detalla) le vino a reforzar todo lo que antes había dicho sin conocimiento de causa.
“Yo había dicho que estaba convencido de que mi padre había optado por la búsqueda de la utopía e ir detrás de la ideología por amor a sus hijos. Había yo soltado de manera irresponsable y hasta panfletaria esa frase, hasta que tuve a Frida en mis brazos comprobé cabronamente mi panfleto o mi hipótesis; hoy día no tengo la menor duda de que mi padre se fue de guerrillero por amor a sus hijos, porque ahora soy padre.”
Muy a su estilo, Fritz se atreve a admitir que gracias a su hija Frida ha tenido varios golpes de realidad, en su ateísmo exacerbado recalca que en verdad los vástagos vienen con la contradicción teológica de “provenir del pecado”, pero “ser bendición de Dios”, como señalaría el cursi lugar común.
“Tener un hijo te hace descubrir una convocatoria de sentimientos, de sensaciones, de locuras que no experimentas si no es con un hijo, para no decir lo clásico de que es lo máximo. Tan es lo máximo, no es que sea lo máximo, es que es una convocatoria de emociones, de locuras, de sinrazones, de pánicos. Hoy Frida me dice “papi” y, bueno, ¡se me caen los calzones! ¡Se me caen los huevitos! ¡Se me cae el decoro! ¿Me explico?”
Glockner hoy refuerza la idea de que su padre salió a la lucha por él y sus hermanos. Encima de eso, lo ha confirmado con otros hermanos adoptivos, surgidos del vendaval. Junto con otros hombres y mujeres que padecieron la misma ausencia, la de un padre que se lanzó a la búsqueda de una utopía, fue que se formó la Asociación Nacidos en la Tempestad desde 1996, para hacer coincidir a los hijos de varios guerrilleros y desaparecidos políticos.
“Se abren los archivos de la Dirección General de Seguridad, empezamos a coincidir en un recinto tan maravilloso y tan tenebroso como suele ser Lecumberri, y fue naciendo la idea de tener un encuentro, un primer encuentro, y en el primer encuentro que se llevó a cabo en el 2005 nos juntamos 37 hijos de ex guerrilleros y fue maravilloso y nos sentimos hermanos a pesar de la diversidad de apellidos, de la diversidad de los estados en los que vivía cada quien”.
La organización se ha dado de alta como asociación civil y, aunque ha tenido sus altibajos por la intermitencia con la que se frecuentan los integrantes, sigue haciendo cierto tipo de trabajo orgánico, pero también ha evitado caer rehén de partidos políticos que busquen lucrar con sus apellidos.
“¿Se imaginan lo redituable que sería? Glockner en Puebla, Lucero en Chihuahua, hijo de Diego Lucero; Cabañas en Guerrero, qué quieres que te cuente. Cartagena en Jalisco, no, carnal, somos una posibilidad de botín político donde las hienas sonríen.”
La asociación ha mantenido contacto y cada determinado tiempo se reúne, pero las reglas del juego siempre quedan claras antes de fijar alguna postura, como ocurrió a la hora de apoyar a Mika Cabañas cuando su madre, Isabel Ayala, viuda de Lucio Cabañas, fue asesinada en Guerrero.
Lecumberri, otra vez tú
Irónico, pero cierto. El Palacio Negro no deja de ser el segundo hogar de Fritz. Volvió a la ex prisión ahora convertida en el Archivo General de la Nación para explorar entre los legajos y archivos de la Dirección General de Seguridad y volvió muchas veces más cuando su novela Cementerio de papel fue llevada al cine en una adaptación en la que él participó.
Aquella mole de concreto, construida a orden expresa del general Porfirio Díaz y hecha a medida para volverse un centro penitenciario de primer mundo a inicios del siglo XX, se volvió el culmen del dolor hasta los años setenta. Los mismos pasillos que recorrió Fritz rumbo a la crujía de su padre fueron los mismos que retomó, una y otra vez.
Advirtiendo que entra en terrenos de lo cursi, pide que noten su piel de gallina. El pellejo se le eriza de sólo recordar la vez que se le perdió al equipo de producción, al director y camarógrafos, actores y maquillistas, para poder buscar un rincón donde llorar con sus fantasmas a las tres y media de la madrugada, hora en que casi terminaban el rodaje de Cementerio de papel. Vino nuevamente, una escena más para ubicar al fantasma de Napo, el de su padre ausente, el guerrillero, el que por amor lo abandonó.
“Fui a pasear, a convivir con mis fantasmas y a sentarme en uno de los parquecitos en donde me
pude haber sentado con mi papá a fumarme un cigarro y es muy chingón. No tenemos por qué temerle a los fantasmas; al contrario, tienes que abrazarlos, tienes que empedarte, tienes que vacilarlos, tienes que llorarlos.”