Por Carlos Peregrina
Cuando Mario Marín dijo en su momento “no somos santos”, la prensa poblana respondía al unísono con un: “te alabamos, Señor”. Cuando Mario Marín dijo “ya le di un coscorrón a la vieja cabrona (Lydia Cacho)”, la prensa poblana, con la cabeza agachada, decía en voz alta: “te bendecimos, te adoramos, te glorificamos, te damos gracias, Señor”.
Que nadie se haga el sorprendido, pues desde los tiempos de García Valseca y su cadena de los “soles”, la prensa festejaba a la bella hija del presidente municipal, festinaba la decisión del gobernador estadista y su atinada decisión de disparar contra unos campesinos; acusaba a los jipis, denunciaba a los universitarios comunistas, a las conjuras masónicas, a la bola de marihuanos que dañan a nuestras juventudes.
La prensa jugaba un papel preponderante en acusar a los enemigos del poder, porque en el binomio partido-gobierno o PRI-gobierno se necesitaba un vocero en esa cadena de mando y lo mejor es que fueran los reporteros, columnistas, directores y dueños de medios quienes se sentaran en torno al poder para justificar sus acciones.
“El Sistema gaseó unos campesinos.”
“Sí, pero fue poquito.”
“El sistema negoció con el crimen organizado.”
“Sí, pero es por nuestro bien.”
“Un alto funcionario acosó sexualmente a su secretaria.”
“¿Tienen pruebas? Seguro ella lo provocó.”
“No existe la libertad de expresión.”
“Sí, pero tantita. Además, ¿te estás expresando, ¿no? ¿Alguien te está callando? No, ¿verdad?, deja al Mesías en paz.”
La prensa ha jugado el papel policiaco de denunciar a los campesinos revoltosos, a los que exigen justicia, a sus propios compañeros que sí escriben temas que no agradan al poder; acalla a las voces críticas, a veces, incluso, ha inventado crímenes y ha dejado correr rumores. Cuando alguien se atreve a ir más a fondo en las denuncias y ponen en evidencia al reportero, no ha faltado el periodista que responde con señalamientos de acusaciones sexuales.
Esto no es un mal local o de la aldea, como dicen los que se hacen los interesantes; quizá sea un mal humano. Hay una película basada en un hecho real llamada Maten al mensajero (Estados Unidos, 2014; dir. Michael Cuesta) en la que un periodista de un diario local en la Unión Americana descubre que la CIA financió al narcotráfico en Colombia a cambio de armas para sostener a los Irán-Contras. El periodista fue arrinconado por la propia prensa estadounidense, fue tratado como inadaptado social y su final fue triste y a la vez extraño: “se suicidó de dos balazos”.
Nosotros nos escandalizamos, pero no vemos más allá; al parecer al poder no le gusta la verdad, y hablamos de cualquier poder. El poder miente para mantener y mantenerse. Para hacerle creer a sus gobernados que “vamos bien”. A los líderes empresariales demostrar que su verdad es la única; a los líderes de sectas, que hacen el bien a los demás, aunque separen a sus familias y les convenzan de que deben dar todo el dinero para alcanzar la paz interna y la felicidad; al crimen organizado, que no se metan con sus negocios, aunque sea lavado de dinero, secuestro, venta de drogas, trata de personas.
La prensa ha sido la aliada y protectora de un sistema para que se mantenga. No importa cuantos Carlos Denegri tenga que crear, alimentar, comprar, para que sean ellos los que repartan el evangelio del gobierno y que sus columnas, al hablar del orden público, sean las sagradas escrituras.
Es el propio sistema político que se encarga de la creación y la manutención de los “periodistas” que encumbran la verdad, su verdad, y así la vida social y política no se resquebraje. Los periodistas mal pagados, mal comidos, traicionados, no encuentran otro camino que subirse al tren de quien gobierna para no ser borrados, ser declarados los “loquitos de la cuadra” que lamentablemente son llevados al rincón de los inadaptados.
Ser un periodista pobre es ser un pobre periodista, quizá pensó algún Carlos Hank González pero de por aquí cerquita.
Recuerdo que alguna vez, en una reunión por la libertad de expresión, un director de un medio, junto con el titular de Comunicación Social del estado, se burlaban frente a una reportera y ambos hacían mímica para mostrar que abrían una lata de atún, se la comían y decían “uy, qué rico, una lata de atún sabe a honestidad. Mmm, qué sabroso sabe el atún en agua con galletas de información verídica”.
La reportera solo los observaba con molestia, mientras ese par se burlaba de ella porque no vivía como los hombres del gobierno: gordos y llenos de billetes.
El caso de Arturo Rueda, acusado de intento de extorsión y porque al parecer operó con recursos de procedencia ilícita, es una muestra de que los políticos, los empresarios, lo alimentaron, lo impulsaron a ser un presunto delincuente. El tango y la corrupción se baila entre dos personas, nunca se hace solo, porque para matar a una vaca se necesita que alguien le detenga una pata.
Rueda fue un invento del sistema para operar con él. Recuerdo la película Las Poquianchis (México, 1976; dir. Felipe Cazals), la historia de las madrotas más famosas de San Francisco del Rincón, Guanajuato, cuando son juzgadas, y en medio de los careos con sus denunciantes, ellas le gritan a los jueces, a los periodistas, a los abogados, que se acordaran cuando ellos mismos les pedían que les llevaran vírgenes a sus cuartos de los prostíbulos.
Eso fue Rueda, alguien que operó para gobernantes, para empresarios, para políticos, y si existía era porque era su mal necesario, lo preferían comprar a verse retratados como lo que eran —en realidad— en sus periódicos.
No faltarán quienes cubran ese papel en la prensa, porque siempre habrá un Rueda que extorsione, denuncie, exija dinero a cambio de mantener la verdad de los políticos.