Solo dos mexicanos han estado en las entrañas del Big Ben, el reloj más famoso del mundo. Uno de ellos es Luis Hernández Estrada, un relojero originario de Tepito que aprendió el oficio en Suiza y cuyo nombre es leyenda en su gremio. Esta es la historia de una de las últimas cinco personas capaces de reparar y dar mantenimiento a relojes monumentales como el que adorna la Catedral de la Ciudad de México, el de Pachuca o incluso El Gallito, en Puebla.
Diez minutos antes de la una de la tarde, don Luis Hernández Estrada me guía a la calle Palma, en el Centro Histórico de la Ciudad de México. Cruzamos hacia la acera de enfrente. A la una en punto, las cuatro puertas de madera que rodean al reloj empotrado en la fachada del Centro del Reloj se abren una a una, de par en par, y revelan a los Espíritus del Tiempo: tres muñecos de madera elaborados por ebanistas mexicanos anuncian el paso de las horas.
Uno de ellos hace sonar un fonógrafo que toca una canción distinta en cada temporada del año. Otro gira la manivela de un mecanismo, como dando cuerda al reloj del edificio, mientras otro más toca un par de campanas pequeñas. En la última puerta aparece una campana grande que marca el número de horas, como en una iglesia. El espectáculo, dice don Luis, se repite de lunes a sábado entre las diez de la mañana y las siete de la noche, a cada hora en punto. Cuando se cierran las cuatro puertas, cruzamos la calle y entramos a un negocio de plásticos y artículos de cocina, contiguo al Centro del Reloj.
En un extremo del local hay unas escaleras que llevan a una especie de almacén y luego al último piso, donde se encuentra el mecanismo del reloj. Junto a la computadora que da vida a los muñecos de madera está el mecanismo principal del reloj. A simple vista es un mecanismo de engranajes que funciona con un péndulo; sin embargo, es más que eso, y su historia está ligada a la de don Luis.
UNA VIDA DEDICADA AL TIEMPO
En el despacho 212 del número 33 de la calle Palma, en el Centro Histórico de la Ciudad de México, se ubica el Centro del Reloj. Ahí está el taller de relojería de don Luis. Él es uno de los últimos cinco relojeros en todo México que es capaz de atender los relojes monumentales, esas piezas mecánicas, a medio camino entre la ciencia y el arte, que dan la hora en las fachadas de los edificios.
Es una pequeña oficina de tres piezas. Don Luis está sentado, rodeado de relojes de pared, frente a una mesa de trabajo repleta de instrumentos y piezas de metal. Entonces recuerda la primera vez que visitó las entrañas de un reloj monumental en el barrio bravo de Tepito, lugar donde se crió, y donde todavía vive.
—Oiga, maestro —preguntó al hombre que se encargaba de aceitar y dar mantenimiento al mecanismo del reloj de la iglesia de San Francisco de Asís—, ¿por qué no me invita a ver el reloj por dentro?
—Está bien, chamaco, pero no toques nada —respondió el relojero.
Al entrar, quedó fascinado por el mecanismo que aún a escalas monumentales no deja de ser refinado.
Como en una epifanía, a don Luis le quedó claro que su vida serían los relojes. No obstante, de aquel hombre que le mostró su futuro, apenas recuerda el apellido: Carmona.
Ahora, a los 69 años, es el encargado de arreglar y dar mantenimiento a los relojes que adornan algunos de los edificios más emblemáticos de la capital del país. En total “le ha metido mano” a más de 800 relojes monumentales en todo México durante sus 50 años de trabajo como relojero. Se trata de un oficio que no solo es peculiar, también de uno que se extingue.
En la Ciudad de México hay cerca de 500 relojeros profesionales, una cantidad que don Luis considera baja. Por si fuera poco, tampoco hay muchas personas interesadas en la profesión. “Yo daba cursos de relojería. Dejaba gente afuera. Hoy tengo que parar el curso, porque solo llegan dos o tres personas”, afirma con tristeza.
PERO NO TOQUES NADA…
La travesía de don Luis con los relojes inició cuando tenía 15 años. Eran principios de la década de 1960. Su padrino, Carlos Salamanca, lo aceptó como discípulo en el taller de relojería que tenía en Tepito.
Primero aprendió observando, con las manos en la espalda, pues la condición era que podía permanecer en el taller siempre y cuando no tocara nada. Pero pronto su padrino le permitió practicar con los relojes del taller y en poco tiempo ya hacía trabajos para los clientes.
Un buen día, su padrino le dijo que ya no lo necesitaba allí. “Ya no quiero que vengas”, le dijo. “Lo que tenía que enseñarte, ya te lo enseñé. Y tú puedes aprender más”.
Al escuchar esas palabras, se dio cuenta de que a partir de entonces tendría que forjarse su propio camino.
En 1967, don Luis comenzó a trabajar en H. Steel, un centro de servicio para relojes de la codiciada marca Haste & Steel, combinando su tiempo de trabajo con el estudio en el Centro Relojero Suizo. Al poco tiempo lo ascendieron a jefe de relojeros y en 1973 consiguió trabajo en una cadena de relojerías en Los Ángeles, California, donde continuó su preparación.
En Estados Unidos aprendió sobre el cambio de los relojes mecánicos a los sistemas con cuarzo, y cuando regresó a México, cinco años después, compartió lo aprendido con quienes fueran sus maestros en el Centro Relojero Suizo.
Pocos años después, en 1980, uno de los profesores de la institución le regaló una beca para estudiar en Suiza. Un viaje cumbre en su vida.
No era la primera vez que salía del país para aprender relojería, pero Suiza era algo especial. Ese viaje sería el inicio de una carrera que lo llevaría a tener acceso a los relojes monumentales más significativos del país, e incluso del mundo. No en balde, don Luis es uno de los dos únicos mexicanos que han visto por dentro la maquinaria del Big Ben en Londres.
Desde esa primera vez, Luis Hernández ha visitado Suiza en 10 ocasiones. Mientras era presidente de la Federación de Relojeros Técnicos de México, tomaba los cursos en Suiza y los replicaba en México. Por ese entonces también tenía una fábrica de relojes en Tenayuca, Estado de México, que compró con todo y personal.
“Recibí esa fábrica con dos secretarias, dos choferes y 25 empleados”, cuenta don Luis. Por desgracia, la cerró en el 2000, cuando dejó de ser redituable.
UN TRABAJO MONUMENTAL
Entre los relojes con más historia que ha atendido don Luis está el de la Catedral Metropolitana de la Ciudad de México, frente al Zócalo de la capital, instalado en 1807. También el Reloj Chino, en las calles de Bucareli y Atenas de la colonia Juárez, un obsequio del último emperador chino a México que fue instalado en 1910.
Este monumento al tiempo fue destruido por opositores de Francisco I. Madero durante la Decena Trágica en 1913, cuando le dispararon con un cañón desde el edificio de La Ciudadela. En 1921 lo volvieron a inaugurar, pero su aspecto es muy distinto al del original, advierte don Luis.
Otro reloj cuya historia ha estado entre sus manos es el Reloj Otomano, en la esquina de Venustiano Carranza y Bolívar, en el Centro Histórico. Este fue un regalo a México como parte de la celebración por el centenario de la Independencia, pero también como muestra de agradecimiento a la hospitalidad que el país tuvo con la comunidad libanesa y turca.
Uno de los trabajos de los que más orgulloso se siente don Luis es la reparación del reloj que viste la fachada de El Universal, sobre la calle de Bucareli. Es un mecanismo de más de 10 toneladas que debieron desarmar con una grúa. “Fue mi más grande rompecabezas”, dice con una sonrisa. Este reloj, que toca el himno nacional, permaneció mudo por más de 30 años luego de sufrir daños en el temblor de 1957. Don Luis lo reparó en 1990 y desde entonces continúa funcionando.
Pero su trabajo no se limita a la Ciudad de México. En la ciudad de Puebla, en el Paseo Bravo, hay otro obsequio de la comunidad internacional a México. Se trata de “El Gallito”, un reloj otorgado a la ciudad por la colonia francesa con motivo, también, de los 100 años de la Independencia de México. Su nombre lo debe a la pequeña estatua que corona el reloj, que tiene la forma de un gallo, uno de los emblemas nacionales de Francia.
Otro de los trabajos de don Luis que merecen mención es el Reloj Monumental de Pachuca, construido en 1910 y hermano del Big Ben de Londres, pues ambos mecanismos fueron elaborados por el mismo fabricante.
David Moreno | Texto recuperado de nuestro número 75 (Diciembre 2014)